FÉLIX MORALES
'Pensamientos confinados' (LXXX): Surrealista
Ya el sólo hecho de que una enfermedad potencialmente mortal recorra el mundo con la rapidez que una llama un reguero de pólvora, de tener que quedarse todos encerrados en casa y las calles tan vacías como las de un pueblo fantasma del oeste o un cuadro de Carel Willink, resulta tremendamente extraño e inusual.
Pero es que, además, pavos reales, jabalíes y ciervos poblaron las avenidas desiertas, buitres acosaron a bebés desde los alféizares de las ventanas, exorcistas con sotana y mitra recorrían las calles bendiciéndolas y sahumándolas con incienso, miles de cadáveres saturaron la realidad y los periódicos. Y el miedo se disfrazó de aburrimiento y de canciones. Se manifestaron las trompetas y luces del apocalipsis, aparecieron universos paralelos, extraterrestres bailando en las solitarias calles en medio de la nieve y, lo que es más fascinante, hubo notable eclosión y proliferación en redes de millones de virólogos y epidemiólogos, afectados, eso sí, de una preocupante patología gramatical que los impulsaba a expresarse con abundancia de faltas de ortografía y otros solecismos.
Todos enloquecieron comprando papel higiénico. Parecía que fuese diarrea lo que aquejara de pronto a la humanidad.
También surgieron como hongos por los balcones émulos de Yehudi Menuhin, de la Callas o de Pavarotti y hasta runners, a veces de avanzada edad, que entrenaban en unas idas y venidas de cinco metros que eran un sin vivir.
No ha estado la cosa falta de pintorescos contrastes. Junto a reuniones a distancia para aplaudir y cantar con más o menos gallos y desafinación el 'Resistiré', sentir épico numantino incluido, o practicar una de las actividades patrias de más altura intelectual, el bingo, demostrando el buenrrollismo de toda la parroquia, han podido verse celosos guardianes del orden, improvisados policías que increpaban desde sus casas con bilis mal contenida lo mismo a un frescales que se paseaba echando un cigarrito y les respondía con un corte de manga, que a una honrada ama de casa que iba a comprar los sagrados alimentos o a un papá que procuraba el imprescindible desahogo al aire libre a su pequeño hijo autista.
Ha faltado Buñuel recorriendo las calles cámara en mano.
Cuando viví en México, acordé inmediatamente con André Breton que aquel era el país más surrealista del mundo. Si alguien llegó a leer en el año 2009 mis artículos de la serie 'Magias de México', sabrá por qué digo esto. Todo lo que está ocurriendo últimamente me ha hecho matizar ese aserto. Surrealista es aquello, sí, ma non troppo, visto lo visto. Al parecer, hemos llegado a una situación en la que a la realidad basta apretarle un poco las tuercas y resituar unas cuantas piezas para que, solito, se le coloque delante el prefijo su- y se conmueva su principio convirtiéndola en surrealidad.
Por otra parte, o bien la gente sobreactúa, me he dicho, o tiene de verdad muy poco aguante. Al tercer día (o al segundo) de encierro ya se estaban quejando, como si llevasen cinco años metidos en un zulo; y no precisamente siempre eran aquellos en los que la queja podía estar más justificada, no siempre aquellos que habitan en pisitos de 70 metros cuadrados. Parece que nunca han tenido que ser ingresados por una intervención grave, ni han vivido una guerra, ni han sufrido cárcel. Incluso que ni siquiera los castigaron de pequeños a quedarse en casa el fin de semana. No poder salir a dar un paseo o a tomarse una cerveza se ha convertido en una tragedia. No se les ha ocurrido mirar más allá, sólo un poco más allá, a los países de los que vienen, huyendo del hambre, de los conflictos bélicos y de otras catástrofes, aquellos a los que muchos de aquí consideran intrusos molestos.
Desde que era niño he escuchado una frase que rezaba algo así como que el carácter de alguien se revela en la adversidad. Durante este encierro, durante esta crisis en general, estamos viendo cómo caen las máscaras. A veces, literalmente. Pero también quién es egoísta, quién es generoso, quién cobarde, quién valiente, quién responsable, quién aprovechado. Aunque los sanitarios han llegado a reivindicar que ellos no son héroes, que no quieren serlo, con toda la razón, sí lo son, claro que lo son, lo han sido muy a su pesar. E injustamente, mientras que una pandilla de irresponsables se saltaban de diversas y más o menos imaginativas formas las normas de seguridad, poniendo en riesgo a todo el mundo y, en primer lugar, a los profesionales que se estaban jugando la vida, en muchos casos perdiéndola, por nosotros.
Desde el primer momento noté que algunos hacían del drama ocasión para sacar rédito político, fenómeno que fue in crescendo a lo largo de los días hasta desembocar en las patéticas, ridículas, caceroladas y manifestaciones de pijos que azotaban bandejas de plata con plateadas cucharas, señales de tráfico con caros palos de golf y agitaban la bandera de todos (que, como todo, se apropian) desde coches de lujo al grito, esperpéntico en sus bocas, de “Libertad, libertad”. De ahí a soltarse el pelo en los últimos tiempos amagando con veladas amenazas de golpes de estado y otras excentricidades por el estilo ha mediado un suspiro. Y el mío ha sonado cuando, siendo persona de alto riesgo, he tenido que, sin ganas ningunas y “con más miedo que vergüenza”, como decía mi buen padre, ir al hospital para hacerme mis análisis clínicos de rigor necesarios en el control de mi patología. Así que, acompañado por mi mujer, Yuli, como soldado en indeseada guerra me he lanzado a la calle tal quien se dispone a atravesar un campo de minas, hasta llegar al Juan Ramón Jiménez, cumplir mi misión y regresar luego en medio del invisible eventual bombardeo de microscópicos coronavirus, sorteándolos (o eso espero) además de a cientos de guantes de plástico regados por el suelo. De vuelta hacia mi emboscadura. ¡Qué bien se está en casita!
Félix Morales Prado
(Escritor y Profesor Jubilado, emboscado en El Rompido)