VÍCTOR PINEDA

'Pensamientos confinados' (XLV): Quédate en casa contigo

Cuando me ofrecieron la posibilidad de participar en esta serie de ‘Pensamientos confinados’ no tenía la más mínima intención de hacerlo. Fue durante los primeros días de confinamiento y entonces no tenía nada positivo que aportar. Pensaba que me estaban jodiendo la vida, que mi vida se detenía por un tiempo indefinido.

'Pensamientos confinados' (XLV): Quédate en casa contigo

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Pasaba mis horas libres tratando de hacer exactamente lo mismo de siempre, solo que de manera virtual. Me resistía a perder mi contacto con el exterior, mi rutina diaria, esa confortable y segura rutina que nos acompaña cada día. Así que solo cambié de escenario. La calle pasó a ser mi ordenador y mi teléfono móvil, de los que no me desprendía un solo instante.

Pero la tarea era ardua y, en muchas ocasiones, infructuosa, lo que me imbuía en un insoportable síndrome de abstinencia involuntario, como el del drogadicto que aguarda con ansia la llegada de su dosis. Así un día y otro hasta que, al fin, decidí desistir. O mejor dicho, no tuve otra opción que hacerlo. 

Fue entonces cuando descubrí el verdadero drama del confinamiento. No me resistía a perder mi contacto con el exterior, mi rutina diaria. A lo que me resistía era, más bien, a quedarme a solas conmigo mismo, a escuchar mis verdades, esas verdades que enterramos en lo más hondo de nuestro ser pero que, sin embargo, nos acechan, nos amenazan.

Y sí. Las escuché. Y hablaron alto y claro. Y despertaron mis demonios. Y los sentí. Y me golpearon. Y me arañaron. Y escarbaron mi piel desde mis entrañas. Y me tomaron. Y tomaron mis manos, mis brazos, mis piernas. Y me jalaron con fuerza. Hasta que salieron. Y entonces hablé yo. Y hablé con el corazón. Y ya no me amenazan. Y ya no me acechan.

El confinamiento nos ha dado la oportunidad de volver a nuestro origen, al lugar del que venimos, a aquel momento originario que ya no recordamos o que quisimos olvidar, al momento en el que descubrimos nuestra primera y única gran verdad, la angustiosa y originaria verdad, nuestra angustiosa y originaria ausencia. La verdad que enterramos, la que nos amenaza y acecha, la que nos dirige y domina durante toda nuestra existencia.

Flotamos desnudos en un mar inmenso, sin suelo que pisar ni asideros que agarrar. Así que sólo podemos nadar. Nadar, nadar y nadar. Y nos ponemos a nadar en busca de tierra firme. Y la encontramos, pero en lo más hondo del mar. Y nos ponemos a construir montañas. Primero una. Y se nos cae. Y luego otra. Y se nos vuelve a caer. Y luego otra, y otra, y otra…

¿No es eso lo que he hecho el ser humano a lo largo de toda su existencia? La historia de la humanidad podría no ser otra cosa que una constante búsqueda, la búsqueda de lo que no tenemos, de aquello que se nos mostró en su más pura y desgarradora ausencia, del sentido de nuestra vida. Y así nacieron y se desarrollaron las artes, la literatura, la religión, la filosofía, la ciencia, la tecnología… Y el poder. Y el honor. Y la fe. Y el amor.

Lo que quizá no vemos es que, probablemente, el sentido no se busca ni se encuentra. No se descubre. El sentido se construye. Y como todo lo que se construye, se derrumba. Y cuando se derrumba, nos derrumbamos con él. Y entonces volvemos a mentirnos, a enterrar nuestra verdad, una segunda verdad. Y luego una tercera. Pero se quedan ahí, en lo más hondo de nuestro ser, amenazándonos, acechándonos. Porque no queremos oírlas. Porque no queremos despertar a nuestros demonios. Porque no queremos enfrentarnos a ellos. Y los dejamos ahí, en nuestro interior, amenazándonos, acechándonos.

Quizá sería mejor aprovechar el confinamiento para escuchar nuestras verdades, para dejar que nos golpeen, que nos arañen, que escarben nuestra piel desde nuestras entrañas. Que nos tomen. Que tomen nuestras manos, nuestros brazos, nuestras piernas. Que nos jalen con fuerza. Hasta que salgan. Hasta que, por fin, hablemos con el corazón.

Quizá sea mejor conciliarnos con nuestras verdades, aceptarlas, abrazarlas, incluso quererlas. Saber que nos dirigimos en su contra. No hay que detenerse por ello. Todo lo contrario. Retoma mejor tu camino. Sigue construyendo tu montaña. Pero no te olvides de aquello: tu montaña no se descubre, tu montaña se construye. Quizá, sólo así, no te derrumbes con ella. Y sigas flotando. Y no te hundas en el mar.

Como dijo Charles Chaplin, “cuando me amé de verdad, pude percibir que mi angustia, y mi sufrimiento emocional, no es sino una señal de que voy contra mis propias verdades”, lo que él llamó “autenticidad”. Pero no solo eso. Cuando se amó de verdad, también percibió otra cosa: que “mi mente puede atormentarme y decepcionarme, pero cuando la coloco al servicio de mi corazón, ella tiene una gran y valioso aliado”.

Así que aprovecha el confinamiento para quedarte contigo mismo, para escuchar tus verdades, para expulsar a tus demonios. Saca tu rabia. Déjala en casa. No la lleves contigo. Ponte al servicio de tu corazón. Y con ello, en el lugar de los demás. Así podrás ayudarles, ayudarnos todos. Y construir un mundo mejor.

Víctor Pineda,

Director de Tinto Noticias

(Confinado en Huelva)

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