ENRIQUE GÓMEZ
'Pensamientos confinados' (XXXVII): La ciudad de las hormigas
Una pareja de yonkis alcohólicos robó ayer en el chino de debajo de mi casa. Poco después del aplauso sanitario nos alertó un batiburrillo de gritos que provenía de la calle y muchos vecinos volvimos a salir a los balcones para presenciar el episodio.
Los pobres chinos habían cerrado la tienda durante quince días debido a la pandemia y habían aprovechado este tiempo en adecuar las instalaciones a las rutinas apocalípticas de ahora: visten mascarillas y guantes, usan desinfectantes y han montado una enorme mampara de plástico que cubre el espacio de la caja. Esta mampara reserva un hueco cuadrado reversible tras el que se embosca la china, desde donde saca su mano estéril para cobrar y darte las vueltas sin ser vista ni tocada, como las monjas de clausura que venden dulces en los conventos antiguos. Todo para que ahora vengan a robarle dos diablillos a quienes la pandemia no parece haberles influido en exceso. Ellos deambulan totalmente desprotegidos, sucios y libres, aparentemente felices desde ese éxito ambivalente que les confiere permanecer al margen de las convenciones sociales. Así viven los tigres pero no las hormigas y nosotros, creo, nos parecemos más a las segundas.
A finales del siglo XIX, el poeta noruego Bjornson definió Oslo como la ciudad del tigre, pues por entonces era peligrosa y fría como este felino y se encontraba muy lejos de su actual estatus. La figura individualista del tigre permitía asimilar la depredación y la ausencia de lazos comunitarios a la debilidad de la civilización. En este encierro he logrado empatizar con la libertad de los tigres. Alguna vez he bajado en esta cuarentena con la excusa de hacer una compra furtiva y he doblado la esquina injustificadamente. Tras tantos días de confinamiento, mi vista ha sido dominada por los horizontes inmediatos de mi casa y sólo con sentir el viento de las bocacalles y la inmensidad de una plaza abierta he padecido cierto mareo o agorafobia incipiente, parecida a lo que debe ser un síndrome de Stendhal. Y he vuelto a casa aterrado, para seguir contribuyendo con la hazaña colectiva. En el mismo sentido, Edvard Munch, contemporáneo y coterráneo de Bjornson, expresaba en “El grito” el desgarro de un individuo aislado, en aquella Oslo desangelada de finales del XIX donde los pocos transeúntes del puente permanecían impávidos ante las inaudibles llamadas de auxilio de un hombre solo, que daba gritos hasta morir de frío, como diría Neruda. La relación entre comunidad e individuo coincide con la dialéctica entre civilización y barbarie.
No obstante, es difícil resolver el clásico litigio entre la idoneidad del ser social o el ser individual y, más aún, hallar un término medio virtuoso que conecte al tigre y a la hormiga. Los tigres que robaron en el chino de debajo de mi casa apenas anduvieron pocos metros desde la tienda hasta que les cogió la policía porque el barrio, hoy, es más que nunca un hormiguero. El vecindario está ávido de estímulos y, por eso, a poco que escuchamos los gritos de la dependienta, salimos de nuevo a los balcones, desde donde estamos habituados a vernos las caras cada tarde en el aplauso sanitario. La perspectiva cenital desde los edificios nos facultaba para indicarles a los agentes dónde estaban los tigres y en qué recovecos de la calle habían escondido el botín, que consistía en varias latas de cerveza y algunas botellas de alta graduación. Los vecinos gritaban ¡Detrás de aquel coche!, ¡En el contenedor! y la policía se acercaba para hallar efectivamente a alguno de los dos huidizos ladrones o a parte de sus “pertenencias”. Se manifestó aquí el reverso tenebroso del ser social. El vecindario reía viendo ese juego desigual del gato contra el ratón y abucheaba las imprecaciones ininteligibles de la yonki que, una vez aprehendida, cargó contra la multitud chivata en un idioma balbuceante y tosco. En efecto, nuestro naciente sentido de comunidad languidece si degenera en una asunción acrítica del principio de autoridad que poco a poco va asentándose sobre la delación, la celebración de la represión, la desconfianza mutua y la docilidad lacayuna.
Es evidente que hay cierto cinismo desclasado e insoportable cuando uno se afilia a la equidistancia entre la virtud del digno trabajador chino y la reprobable conducta de los ladrones. Aunque ahora muchos estamos forzosamente alejados del circuito letal del trabajo diario nos seguimos viendo reflejados en el espejo de quienes mantienen su puesto, al mismo tiempo que, en el fondo, nos atemoriza constatar que los tigres que roban en la tienda no son sino un reflejo deformado de nosotros; que ahora más que nunca somos vulnerables a los vaivenes impredecibles de un mercado laboral que podría aislarnos en la selva o en el zoológico, sin comunidad que empatice o nos defienda. Que siempre somos nosotros, los chinos, los tigres, las hormigas. A propósito del significado de la comunidad y la cooperación, Íñigo Errejón ha narrado recientemente con acierto una anécdota de la antropóloga Margaret Mead sobre el hito que marca el origen de la civilización: un fémur roto y soldado de nuevo. Este primitivo fémur roto y refundido en su entalladura en un amasijo de calcio y fósforo, revela que, por primera vez, un ser humano improductivo, gravoso para la comunidad, pudo sobrevivir gracias a los mecanismos de la cooperación, que se impusieron sobre los de la competitividad feroz. En estado salvaje jamás habría sobrevivido. La civilización consiste en no dejar a nadie atrás; ni a los tigres siquiera.
Enrique Gómez Hornero,
profesor
(Confinado en Huelva)