BEGOÑA LÓPEZ
'Pensamientos confinados' (XXIV): Diario de andar por casa
Es la primera vez que vivo una pandemia desde que nací. Lo nuevo siempre ha supuesto un aprendizaje para mí. Esta vez está siendo individual y colectivo. Cada cual sentimos de una manera la incertidumbre y la vulnerabilidad, pero creo que, al no estar en nuestras manos, es algo que nos iguala.
Estamos en 2020 y nos informamos y opinamos de todo en tiempo real. Pero hay cosas que escapan de nuestro control. Siempre ha sido así, pero nos da más seguridad no pensarlo. Lo inevitable nos hace más humildes, pequeños y humanos. Ojalá también nos haga mejores personas.
El día que se decretó el estado de alarma mi frigorífico dejó de enfriar. Con toda la compra de la plaza, un queso curado de cabra que nos han regalado los Boza y los paquetes de hueso de jamón, que seguro que tienen que oler sin frío. Ante la opción de llamar a un técnico o comprar una nevera nueva, busqué un tutorial sobre cómo desatascar el desagüe del conducto de ventilación. Me costó toda la tarde, un corte en un dedo y aprender que hay que descongelar al menos una vez al año. Pero al acabar lo enfuché y el frío volvió.
En mi lucha contra los elementos, había vencido a la obsolescencia programada. Y en esa necesidad de fe que tanto necesitamos estos días, me sentí un poco más preparada para este futuro sobrevenido.
Llega el tiempo de las habas enzapatás. Como a mí me gustan mucho, tenía congeladas para dos veces desde el año pasado, con su poleo y sus ajos verdes. Después de arreglar el frigorífico las dejé fuera, sin estar segura de si los avíos valdrían después de meses.
El día dos del estado de alarma, al levantarme, tuve la respuesta: el olor salía de la cocina y llegaba hasta el salón. Recién hechas, las hemos probado y -no sé si porque estos días valoramos todo más- nos han parecido las más ricas del mundo.
He tenido una especie de sinestesia del ánimo: en este extraño marzo de puertas adentro ha sido la primavera la que ha venido a mi casa. Y me he sentido viva y agradecida.
Lo de la videollamada grupal me daba pereza. Hasta que en el chat de amigos César puso una foto charlando con Mariví por skype en la que se les veía sonriendo. Esa imagen me conmovió, fue el revulsivo para mi ánimo en el tercer día del estado de aislamiento. -“Coged la videollamada del WhatsApp”… Como respuesta a alguna tontería, nos reímos todos a la vez, cada uno con su fondo de hogar.
Antes de dormirme, pensé en ese momento. La alegría que me contagian mis amigos, las bromas para espantar los miedos, la tranquilidad de que estemos bien. Reencontrarnos en estos días de realidad distinta es otra forma de presencia. Y tuve una certeza, reconfortante y necesaria: que lo que nos une a las personas que queremos es inmune a todo lo que ocurra.
Reencontrarnos fuera de casa va a estar muy bien, pero mucho mejor es tenernos.
A mí la pandemia me ha cogido de baja por una fractura y con la escayola, bromeábamos conque yo no iba a ser capaz de guardar reposo sin subirme por las paredes. De aquello ha pasado un mes y, lo que son las cosas, ahora todo el mundo hace humor de esa especie de fiebre por estar activos para sobrellevar el encierro.
Pasadas un par de semanas me di cuenta que parar me hacía bien. La revelación vino sola: esas obligaciones eran prescindibles y, la mayoría de las veces, autoimpuestas y absurdas. Como ir al gimnasio o dedicarme a ordenar los armarios el fin de semana. Con esto quiero decir que vivimos tiempos de exigirnos demasiadas cosas, que yo creo que no siempre nos hacen felices.
Definitivamente, aislarse es a veces la única forma de desconectar el piloto que nunca apagamos y conectar con lo verdadero, con el cuerpo, el sonido, con la atención a lo que nos rodea y a quien tenemos al lado. Este mes me ha enseñado que no hacer nada puede ser una bendición. Se llama vivir lo que vaya viniendo.
El día ha comenzado con mensajes de ánimo entre mis amigas de siempre. Cinco jornadas de extrañeza comienzan a hacer mella: una cuenta que está agobiada, otras sobrepasadas o sin tiempo por el teletrabajo y casi todas perdidas por no saber cuándo acabará esta situación que nadie ha elegido. Alguien comparte una canción, recupera una foto de hace muchos años o dice que verás que bien cuando nos veamos: consigue que se nos olvide el bajón. Lo bueno es que siempre hay alguien que ayuda a que el peso de los días sea más llevadero.
Frente las cifras de expansión del virus, hay otra epidemia que es incalculable: la de empatía, la solidaridad, el contagio de esperanza. Quiero pensar que en medio de lo que no podemos controlar y de la confusión, ponerse en la piel del otro pone el sentido. Y conectar con nuestra humanidad, la sensibilidad.
“El amor es un instinto de supervivencia; la belleza es la ausencia de dolor”. Lo dice Punset en una entrevista que he releído hoy en la limpia de papeles y carpetas que siempre guardo para cuando tenga tiempo.
En estos días que escapan al tiempo, redescubro más bonitas algunas cosas cotidianas, como el brote de la orquídea o el color intenso de los fresones. También me parecen más hermosas las sensaciones, como el calor de la ducha, el olor de la comida o el sonido de la fuente de la Casa Colón, más diáfano que nunca en medio del silencio deshabitado, cuando abro las ventanas del salón.
Sigue diciendo Punset que las relaciones personales y sentirse emocionado con lo que hacemos tienen mucho que ver con la capacidad de ser felices. En esta primavera que no salimos a la calle, ambas cosas son un refugio, un baluarte que nos protege y nos defiende de aquello que tememos.
Al final de la entrevista, el periodista le pregunta a Punset: “Cómo podría reconocerse a una persona feliz?. Y, en estos días, de incertidumbre no podría haber dado una respuesta más esperanzadora: “Porque su capacidad de amar es mayor que su miedo”.
Ayer llovió. Al levantarme hoy he abierto la ventana y la atmósfera se respira limpia, con nubes de las que encandilan por la fuerza de la luz que está tras ellas, deseando salir en un movimiento del aire. Estos días todo me parece una metáfora. Cosas de la sensibilidad. Estaremos recuperando la sencilla poesía de la existencia?
Ayer comenzó la primavera. La estación de los cambios. Era el día de la fiesta del 75, que nos iba a juntar en Valverde a quienes nacimos ese año, tras meses de organización entre los cinco colegios del pueblo. La alternativa: compartir en el WhatsApp de la fiesta fotos desde nuestras casas, brindando por la ilusión de reunirnos pronto. Me puse una camiseta de flores, me pinté los labios y abrí la ventana para que el fondo de mi foto fuera el horizonte. Otra vez la metáfora.
El cielo estaba precioso. Fue un rato antes de los aplausos, que anoche fueron los más intensos de la semana. Yo creo que es la fuerza de la primavera.
Desde que el tiempo -como lo tenía estructurado- se ha detenido, los días se me pasan volando. También sé que hay quien le pasa justo lo contrario. Y que la fractura de mi pie me ha servido de prólogo para el cambio de ritmo.
Antes, me excusaba en no tener tiempo para así posponer las cosas. Ahora, que soy más consciente del paso de las horas, apenas miro el reloj. Creo que porque me entrego a lo que hago. Hoy, por ejemplo, he trasplantado una maceta y he terminado un dibujo. Le he mandado un audio a mi amiga Pilar y he hablado por teléfono con mi compañera Margarita. Pueden parecen cosas eminentemente simples, pero para mí le han dado sentido al segundo lunes de confinamiento.
También he escuchado música. Y me ha parecido que la voz de Cesária Évora sonara por primera vez: “Tiempo y silencio/gritos y cantos/cielos y besos/ voz y quebranto”. El tiempo es experiencia y esta vez nos toca compartirla.
Día de compra. Pisar la calle ya se ha convertido en algo excepcional, de ahí que la planificación y las listas de víveres sean tan necesarias como un carrito con buen fondo. Víveres. Me suena a abastecimiento en tiempo de guerra, que en cierta manera es lo que estamos librando.
No es mucho lo que necesitamos para comer durante quince días. Esto es también un aprendizaje de lo que es realmente necesario. Recordarnos que pertenecemos a una clase privilegiada que puede pensar en un menú variado. Que hay tanta gente que vive sin un plato diario o una ducha caliente. Y que la escasez no es solo una privación: para ellos es un estado de ánimo.
En la cola a las puertas del Carrefour, hemos cedido el turno a un anciano con muleta. Las personas mayores son las grandes víctimas de esta pandemia. Y sin embargo, parece que tengan una fortaleza de ánimo distinta. Hay quien dice que no del son todo conscientes del peligro. Quizás es que hayan vivido más y por eso tienen menos miedo. Acostumbrados a que casi nada sea como ellos lo conocieron, a una sociedad instantánea e individualista, aceptan lo que viene y piden poco. Ojalá tenerlos tan presentes, a los mayores, sea otra de las lecciones con las que volver a construir nuestros cimientos cuando esto pase.
Conectar con lo que hacemos. Pensar menos. Disfrutar la quietud y, a veces, como hoy, el resultado.
A Miguel le encantan los huevos. Y a mí las sopas. Mezclando las dos cosas tenía que salir algo rico. Y lo bueno, aunque sea una receta, sabe mejor compartido: os recomiendo la sopa de huevo frito.
Estos días serán recordados de muchas maneras. Para mí quizás una sea -con la memoria nunca se sabe- aquellas semanas en las que me desprendí de recuerdos guardados durante décadas.
Dicen los psicólogos que los recuerdos son una forma de aferrarnos a lo que amamos, que, en gran medida, es lo que creemos que somos. Nuestro miedo a perder la identidad nos hace conservar esos recuerdos, tenerlos disponibles, no importa mucho para qué. He avanzado mucho en mi plan de tirar objetos, recuerdos físicos, la mayoría en papel. Esto que escribo es una forma de despedirlos.
Y apenas he pensado en los otros, los que conforman la memoria. Lo que en algún momento fue real, pasó a ocupar espacio en nuestra vida, como los libros en la estantería. Y como cuesta mucho desprenderse de ellos, los vamos reinventando.
Yo creo que es mejor crear nuevos recuerdos, como cuando deshacemos rutinas o cuando comemos algo o escuchamos una canción por primera vez. Quizás estos días tienen mucho eso. Por eso hay que elegir bien qué queremos conservar. Con qué material moldearemos la memoria del futuro.
Segundo viernes del estado de alarma. El estado sigue siendo el mismo: el confinamiento, aunque con tantos matices como personas lo vivimos de puertas para dentro.
Cada día cambia nuestro estado físico y emocional. A mí me molestan los oídos, me pasa cuando tengo las defensas algo bajas. Pero también son días en los que va bajando el ánimo. Cómo enfrentarnos a la dificultad depende de nuestros propios recursos. Pero también ayuda escucharnos y alentarnos entre todos, me consta por las personas que quiero.
Tenemos un cansancio diferente, desconectar tiene ahora otro significado y ya no hablamos de los bares como lugares de encuentro. Tenemos tristeza, preocupación e incertidumbre. Es algo que no sabíamos que nos esperaba a la vuelta de dos mil veinte y que hemos incorporado, como la capacidad de resistir.
Pero también tenemos calma, comprensión y acercamiento a los demás. Tenemos alegría en los grupos de amigos, confianza en quien nos cuida y certeza de que todo esto pasará.
Esta primavera no vamos a las terrazas, al campo ni a la playa. Pero sí podemos abrir las ventanas, y dejar que entre el sol y el aire de la mañana. También estarán ahí cuando pisemos las calles nuevamente, como cantaba Pablo Milanés. La vida no se detiene, ni dentro ni fuera de nosotros.
1. Más de 400 páginas de la novela ‘Tú no eres como las demás madres’. Engancharse a la lectura y sin prisa alguna por acabarla.
2. Hacer un puré con patatas y especias marroquís. Inventar recetas con los alimentos que más me gustan.
3. Tomarme la tensión tres veces al día. La tengo un poco alta y estoy haciendo un registro detallado.
4. Hablar por teléfono con mi madre, con mis tíos y tías mayores. Que estén bien es el oxígeno de estos días.
5. Hacer fotos a fotos de álbumes antiguos y mandarlas por WhatsApp a grupos donde salgan los protagonistas. Nos gusta vernos juntos a lo largo de los años.
7. Perfeccionamiento en el arte de hacer listas: de la compra, de la limpieza doméstica, de cosas que se me ocurren. Y lo más sorprendente es que esta vez son útiles y cumplen su función.
8. Dos dibujos en lienzo pintados con rotuladores y lápices de colores. Y ganas de seguir pintando.
9. Dar las gracias a diario. Por quien nos cuida y libra la batalla en primera línea.
10. Mirar más que nunca por la ventana. Y ver, por primera vez, vacío de personas y coches el tramo que va de la Alameda Sundheim a la plaza del Punto.
11. Un puzzle de un reno con piezas de madera. Faltaba una y he hecho la misma forma de cartón. Ahora que lo he acabado, quiero pintarlo.
12. Dedicar un rato a las plantas una vez por semana. Incluye regarlas y trasplantar si alguna ha crecido.
13. Escribir. Aunque se me queden cosas en el tintero. Me ayuda a pensar y a darle sentido a los días.
14. Descansar. De la manera más simple, que es haciendo las cosas por gusto, no por obligación.
15. Cambiar la hora. Y saber que ha llegado la primavera por cómo se va extendiendo la luz.
Begoña López,
periodista
(Confinada en Huelva)