FRANCISCO J. GONZÁLEZ PONCE
'Pensamientos confinados' (X): Primavera sin alma
Se hablaba del “horizonte 2020”. Se creaban expectativas sin límite. Se trazaban osados planes. Se marcaban audaces objetivos a corto plazo. Se concebían proyectos ambiciosos que traerían, por fin, la felicidad a la raza humana, secularmente castigada por causa de innumerables sinsabores.
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Pero nadie, ni el más sublime de nuestros pensadores ‒ni de nuestros agoreros de turno‒ había reparado en absoluto en lo sorpresivos y traicioneros que suelen ser los años bisiestos.
Afortunadamente, la realidad tiene siempre la virtud de volver a ponernos sobre el suelo, sobre nuestro suelo, del que día a día mentidas ilusiones nos transfieren la falsa sensación de despegarnos. Desde ese suelo nuestro, natural, que nos iguala a todos, y que hoy nos limita a todos en forma de confinamiento doméstico, es desde donde deseo compartir con vosotros estas reflexiones, en la certeza de que ellas nos harán sentirnos próximos.
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Trabajo en casa. Estudio en casa como no lo hacía desde mis lejanos años de universitario hambriento de saberes. Y en medio de mis libros, de mis papeles desordenados, siento pasar el tiempo, como si nada estuviera sucediendo. Como si la gente no estuviera muriendo a miles ahí al lado, como si todo siguiera igual que cualquier marzo. Miro al jardín que se ha vestido de nuevo con sus galas, a los pájaros que vuelven a sumirse en su loco bullicio cada tarde, a ese sol riguroso, que no cesa de marcarnos los tiempos con la estricta cadencia de los astros, a las nubes que pasan y pregonan que ha acabado el invierno.
Pero todo es distinto. Nos han cambiado el agua. Han cegado en nosotros lo que nosotros somos. Vivir estos días es semejante a un almuerzo sin gusto, sin paladar, sin ganas. Poníamos al enemigo cara de guerrillero, de perturbado obeso con rostro de misil y ojos rasgados, de brujo mezclador de Dios y de metralla. No ha sido necesario: a veces nuestra propia soberbia nos traiciona incluso a la hora de calibrar a los contrarios. A este ser que tú y yo somos, tan minúsculo y débil, le ha bastado la embestida trapera de un rival invisible, intocable, incorpóreo, que no deja más rastro que sus propios desmanes y tragedias.
Oía estos días a uno decir lo siguiente: “Dios perdona siempre, nosotros algunas veces… la naturaleza nunca, porque es ese el único modo que la naturaleza tiene de hacerse respetar”. Las tres afirmaciones son ciertas, muy ciertas. Pero ahora nos interesa ante todo la última. ¿Qué estábamos haciendo con la vida? ¿Hacia dónde íbamos como modelo de sociedad sin réplica? ¿Cuál era nuestro rumbo en esta posmodernidad en la que éramos los verdaderos y únicos reyes, en la que todo era válido y en la que cualquier regla, por nimia que fuese, solía ser tachada de simple insignia de intransigencia y de reacción? Estas ‒y otras semejantes a estas‒ son las preguntas que solemos hacernos en días como los que vivimos. Y está bien plantearlas. Porque eso es lo que significa la palabra crisis. Aunque como última de sus acepciones (y en desuso), la Academia sigue confiriendo a este término su significado etimológico, porque crisis tiene mucho que ver con discernir, con criticar, con escrutar. Y escrutar y criticar y discernir son siempre sinónimos de crecer: crecer intelectualmente, crecer humanamente. Estoy seguro de que vamos a salir reforzados de esta crisis. Tenemos la mejor de las maestras: la vida. Es ella la que se está abriendo camino por entre nuestros yerros, por entre nuestros voluntarios o involuntarios desatinos. Es ella la que nos está marcando los rumbos ciertos en este inmenso océano de la duda que nos sobrepasa, en este caos de callejuelas oscuras sin un destino claro. Es ella la que nos está poniendo a la vista lo que valen los viejos. Los viejos, sí: los viejos. Que nadie tenga miedo de llamarlos así. Porque son ellos los héroes, los que todo lo dieron por nosotros y por lo que ahora somos. Y los que se han resignado ya a no pedirnos nada, ni siquiera un adiós en este ahora en el que se van tan solos. Y es ella, la vida, la que viene celosa por sus fueros, la que reclama lo que siempre fue suyo: los débiles, los pobres, los malditos, los olvidados nuestros. ¿No ha reparado nadie en que este mal afecta especialmente a los ricos, a los fuertes, a los dueños del mundo? ¿En que la muerte es ciega y no escoge al dictado del rango y del bolsillo? ¿En que se lleva a todos: desde el último siervo hasta el primogénito del Faraón (antes a este que a todos)?
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Sí. Estoy seguro. Saldremos fortalecidos de esta crisis. Más fuertes, más sagaces, más humanos. No sé cuándo. Pero estoy seguro. Y sé que la próxima primavera tendrá alma. Y que volveremos a ser hombres con alma, y mujeres con alma, y personas con alma. Y que tendrá sentido de nuevo hacernos uno, porque si algo sabio se aprende en estas horas es lo absurdo de estar solos, lo insoportable que resulta no poder compartir los momentos con los otros, con los demás, con los que nos hacen plenos.
Me muero de ganas por comprobar cómo cambian a partir de ahora las inicuas estrategias comerciales. ¿Tendrá alguien valor para seguir defendiendo la estricta individualidad como reclamo de éxito y bonanza? ¿Seguiremos viendo esos spots televisivos en los que se nos vendía como la máxima expresión del “estado del bienestar” la imagen de un señor solo, feliz en su sillón articulado en medio de un salón vacío? No. No somos eso. No estamos diseñados para este tipo de escenarios. Somos fundamentalmente cuentas de un rosario infinito. O lo que es lo mismo: “seres sociales”, que es como nos definió realmente Aristóteles, y no como “animales políticos”, por mucho que los animales y los políticos se empeñen en repetirlo sin saber lo que dicen. En efecto: la persona solo lo es plenamente en comunidad, en sociedad, en su conjunto. Y esto no responde a una sesuda reflexión filosófica: es una realidad óntica, y lo entienden perfectamente ahora quienes salen a sus balcones a demostrar todo tipo de gestos de adhesión a sus vecinos. ¡Cobran tanto sentido en estos tiempos aciagos aquellos versos de Goytisolo (que yo siempre recordaré al son de Paco Ibáñez): “un hombre solo, una mujer / así tomados, de uno en uno / son como polvo, no son nada”!
Sí. Estoy seguro. Saldremos reforzados. Porque no es la primera vez que nos sucede. Porque no es la primera desdicha que vencemos. “Como el toro me crezco en el castigo”, cantaba uno que bien sabía de duelos y tormentos. ¡Como el toro! ¡Hagamos como el toro! También nos habla el toro de la vida, de nuevas primaveras que han de venir, sin duda. Nos habla de esas tardes de dichas que ahora duermen a la espera de nuevas ocasiones. Desde este frío refugio de filólogo, donde escondo mis miedos entre libros, oigo el rumor del campo, y me llega el olor de la dehesa, y presiento la casta y la nobleza, y me transporto al ruedo de otros tiempos que viviremos juntos, que gozaremos juntos, todos a una con todos, donde ya no habrá magos, ni culpables, ni listos, ni torpes, ni acertados, ni blancos, ni negros, ni mestizos.
Sé que vendrá ese día. Y seremos entonces más personas… y mucho más humanos. No temamos: viene la vida siempre a poner en su sitio cada cosa, cada una de nuestras cosas.
Ánimo.
Francisco J. González Ponce
Catedrático de la Universidad de Sevilla
Decano de la Facultad de Filología de la US
(Confinado en Mairena del Aljarafe, Sevilla)