NARCISO ROJAS
'Pensamientos confinados' (VIII): Las luces blancas de la fábrica
Los dedos elásticos y blancos de Helena recorrieron torpes la mesita de noche hasta que tiraron el móvil que gritaba al suelo. Era la tercera vez que sonaba el despertador en pocos minutos, y era la definitiva. A oscuras se deslizó fuera de la cama.

Los primeros pasos, descalzos y titubeantes, la llevaron hasta el baño. No registró lo que hizo hasta que se vio de nuevo ante el ordenador, vestida, aseada, casi preparada; a oscuras aún, bajo la luz cenital y cálida de la lámpara del salón. Nada funcionaba, no podía conectar con la fábrica. Miró el teléfono por si algún compañero tenía el mismo problema. Nada, ningún mensaje de auxilio en el grupo del trabajo. En el resto de grupos de whatsapp bastante basura: un tipo explicando la evolución de la epidemia con gráficas; un niño pequeño que grita “¡vamos a morir todos!” cuando la gente aplaude, otra vez, en los balcones; un tipo disfrazado de dinosaurio tirando la basura. Rutina. Volvió al ordenador y lo miró con una mirada larga, con pestañeos lentos. Llenó la boca con aire y lo dejó escapar entre los labios finos, poco a poco, apartándose el flequillo recto-vertical-negro con las últimas moléculas. Sintió un leve dolor de cabeza y cerró los ojos. “No, por favor. Ahora no.”
La cocina de Aníbal ya olía a café. Repasó mentalmente varias veces todo lo que tenía en el aire, pensando en lo que subía, en lo que bajaba, y en lo que había terminado de subir y aún no había empezado a bajar mientras el vapor y el condensado conversaban en la cafetera. Se hizo un mapa, un atlas, una cartografía entera. El planeta. La soledad del jefe. Se tuvo que repetir mentalmente que no estaba solo. No lo hizo en castellano, lo hizo en su propio idioma interno. La idea desaparecía de la consciencia, pero se le quedaba pegada a la espalda, como una espiga de trigo enredada en los nudos del jersey y que tira hacia abajo, despacio pero sin parar. Ahí la llevaría todo el día sin darse cuenta. Encendió el ordenador, lo conectó y comenzó a abrir correos. Empezaban los juegos malabares.
La hija pequeña de Alejandro había empezado excitada el confinamiento, pero la energía se le empezaba a disipar y cada vez era más complicado tenerla entretenida. Se despertaba pronto y hacía su trabajo a la perfección: Preguntar “¿por qué?” a todo. Alejandro se asomó a la ventana antes de sentarse ante el portátil. Aún no había amanecido, y menos en su calle, a la que el sol llegaba tarde, como a una hendidura. La palmera de la acera de enfrente aún estaba azul. Apoyó la frente en el cristal y lo empañó con dos óvalos blancos con el aliento que salía de su nariz. El ordenador le dijo que no se relajase, ha entrado un email; el móvil llamó su atención con un pip pip, avisando de que estaba quedándose sin batería; la tostadora se quejó metálica desde la cocina escupiendo el pan. Los porqués de las máquinas no eran tan cálidos.
Los tres desde casa, confinados, viéndolo todo a través de una pantalla de ordenador, escuchando a través de unos auriculares, disciplinados con su equipo y con su ánimo.
Los que sí seguían yendo a la fábrica hacían el cambio de turno a dos metros de distancia, a la intemperie, con las manos en los bolsillos y la cabeza escondida entre los hombros por el frío; con miedo de acercarse a sus compañeros, escuchando lo que fue la noche, lo que estaba siendo la aurora y lo que iba a ser el día. La rueda debe seguir rodando, se lo debían a ellos mismos y a la gente. Uno de ellos le preguntó a otro por su mujer, la enfermera. Estaba bien por ahora, o eso dedujo del pulgar hacia arriba; le guiñó un ojo. El color de la fachada de la sala de control cambiaba de gris a marrón, el frío se iba poco a poco de la piel, pero no de sus cabezas. Trabajos importantes, equipos en reparación, seguridad, producción, cambios, cortita y al pie. Adiós de palabra, sin golpe en el hombro. La instalación espera a sus pastores.
Así se ponía en marcha la fábrica, que poco a poco apagaba sus luces nocturnas blancas para comenzar un nuevo día.
Narciso Rojas
(Confinado en Huelva)