RAFA ÁVALOS
'Pensamientos confinados' (VII): La indecencia del olvido
Asumo el compromiso con alegría. Es un honor que quieran contar conmigo para una iniciativa periodística-social como ésta. Por mucho que sea amigo -y el medio también- quien me haga la propuesta. Confieso sin embargo que al tiempo lo encaro como todo un desafío.
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Después de casi tres lustros sin hacer otra cosa que no sea escribir, contar historias en cierto modo, sigo con el temor propio del novel cada vez que me enfrento a una página en blanco. Lo admito mientras doy los primeros teclazos, que son torpes, en las líneas iniciales de un artículo que quizá no sea lo requerido. Trazo palabras un 24 de marzo, el de 2020 que ya es -desgraciadamente- histórico. Es el undécimo día de estado de alarma en España. Como el resto, vivo confinado en casa.
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Encerrado me encuentro como encerrado me siento por momentos. Un puñetero bicho me tiene, como a los demás, puertas para dentro, alejado físicamente del mundo. El maldito Covid-19 nos tiene atados a una vida desconocida, lo que no siempre o no a cada instante es un hecho negativo. El obligado aislamiento concede la oportunidad de una soledad en su tipología apacible, la que permite realizar una retrospección; la que permite un diálogo personal e íntimo con uno mismo. Y en este tiempo son muchos los pensamientos que surgen, entre recuerdos y emociones nuevas. Pensé precisamente describir lo que para mí supone cada gesto de comunidad, como el aplauso colectivo a sanitarios; lo que para mí significa, a nivel de orgullo y en plano más propio, el callado esfuerzo del oficio al que dedico los días desde hace años.
Quizá fue esa sensación de fe recuperada en el ser humano la primera reflexión que se vistió de musa. ¿Por qué no titularlo A gritos de esperanza (otra vez)? Tenía la idea y la referencia perfecta desde mi perspectiva: aquella canción de Álex Ubago… que he de admitir, aprovecho para ello, tanta importancia tuvo -y tiene- en mi vida. Regresaron los días de felicidad con un amor juvenil que finalmente no pudo ser; retornaron en mi mente los días de un primer amor que, casi dos décadas después, es el mayor que he podido sentir. Los sentimientos… Vislumbré un artículo tan sincero que casi era sólo entraña, víscera sobre el papel -que ahora es la pantalla de un ordenador, una tablet o un móvil-. Pero no podía resultar tan sencillo, como no lo es este período.
Un titular destrozó el plan en apariencia fuerte y que realmente era frágil. “El Ejército encuentra ancianos conviviendo con cadáveres en residencias de mayores”. Éste en concreto corresponde a eldiario.es. En plena emergencia sanitaria, la Unidad Militar de Emergencia (UME) en “labores de auxilio” en asilos se topó con personas inertes junto a otras en lúgubre escenario. Todas, como si fueran trastos viejos e inútiles. La tétrica noticia fue el impacto definitivo de la puta pandemia -con perdón- que nos azota. Hasta ese momento los hombres y las mujeres de la tercera edad eran sólo números dentro de las frías estadísticas. Son la población de mayor riesgo, nos recuerdan casi desde el primer día. Al igual que casi desde el primer día nos convencemos de que no pasa nada porque estamos a salvo -teóricamente-: estamos en la mocedad o la madurez.
A las 21:00 del 23 de marzo, día en que se conoció que ancianos compartían espacio con muertos -suena crudo porque es crudo- y con un virus para ellos letal por ahí, 830 de 871 decesos en España con coronavirus eran de hombres y mujeres de más de 60 años. Es decir, el 95,3% de los fallecimientos correspondía a la conocida “población de mayor riesgo”. “Tenemos que cuidar a nuestros mayores”, nos han repetido una y otra vez las instituciones e incluso nos hemos insistido nosotros mismos. Ésta era la clara muestra de ese cuidado… Y ese dato estaba ya desfasado en relación a la cifra total de defunciones y, por ende, de las víctimas entre los abuelos y abuelas. Porque eran eso quienes se marcharon: abuelos y abuelas, como antes fueron padres y madres… y como antes fueron hijos e hijas.
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Sí, puedo escribir sobre la esperanza en tiempos de mayor humanidad por parte de la Humanidad, aun cuando soy muy de Hobbes en este sentido. Sí, puedo escribir sobre recuerdos gratos u otros que lo son menos pero me hacen vivir intensamente. Sí, muy posible es que pueda escribir de las buenas personas estos días; de la heroicidad de quienes batallan en primera línea -sanitarios, policías, guardias civiles, cajeros…-; de la solidaridad. Sí, puedo hacerlo, pero no quiero. No quiero ni deseo porque cada día mueren decenas de personas que no dejaron de serlo por cumplir años. Lo contamos como un drama pero con tintes casi exagerados –es lo que vende- y lo percibimos al tiempo desde la supuesta seguridad que nos otorga la menor edad. Pues los demás bien debieran saber que sin los viejos nada serían y menos que nada tendrían.
Contemplamos la penosa decrepitud y el tenebroso final de personas que nacieron -e incluso vivieron en casos- una puerca guerra entre nosotros mismos; que sufrieron la miseria de una España que sería una pero no libre y mucho menos grande; que dieron futuro a sus hijos e hijas; que alumbraron y protegieron a nietos y nietas; que sonrieron con bisnietos y bisnietas. Asistimos, con tristeza oportunista y puntual, al vergonzoso ocaso de generaciones que lucharon por derechos que después consentimos devastar por la política profesionalizada, por la voracidad económica y financiera y, sobre todo, por nuestro lamentable acomodamiento que no es más que sumisión. Su gran edificio, construido con sudor, lágrimas y también sangre, se derrumba y lo hace sobre ellos.
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El estado del bienestar se tambalea después de que ellos y ellas lo pelearan después de una tiranía -la que algunos pretenden recuperar hoy en día- Pero no son sólo esos héroes a los que aludimos cuando a la perfección nos viene o interesa. Son quienes a lo largo de los años nos hicieron ser quienes somos. Al menos a mí me es inevitable recordar a mi abuelo Antonio, el hombre que durmió en calabozo por ser comunista de afiliación y para el que era su chiquito. El cáncer me lo robó cuando sólo contaba con cinco años. Al menos a mí me es inevitable recordar a su madre, la bisabuela Mane para los bisnietos y bisnietas. Adela, la mujer que recorrió la provincia de Córdoba a lomos de un asno y con hijos e hijas de cortísima edad. Adela, mi bisabuela Mane, la generosidad hecha persona. Su marido murió en un campo de concentración nazi.
Al menos a mí me es inevitable recordar a mi abuelo Pepe, el franquista que me educó en el respeto sin fronteras. Aquel hombre que pudo ser niño de Rusia, como hermano y hermanas. Su padre fue ejecutado por la República en Valencia tras traición de sus trabajadores y su madre encarcelada por pertenencia a Acción Católica. Al menos a mí me es inevitable recordar a mi abuela Amparo, la mujer que sobrevivió a la muerte de más de 50 años de amor roto y se fue casi por la puerta de atrás. Me es inevitable recordar su tortilla de patatas, gloria al probarla y necesidad de morir justo después al saber que no existe otra igual. A mí al menos me es inevitable pensar en mi abuela Manola, la que a mis 35 años me ve sin verme en la televisión. Esa mujer que con 89 años mantiene el pulso en su casa y cada lunes se coloca junto al televisor para oírme e imaginar mi rostro.
Son ellos y ellas quienes estos días mueren como insectos en residencias. Que nadie se lleve las manos a la cabeza pues éste fue el sistema que creamos: ostracismo para los y las que nos dieron la luz en tiempos oscuros y otros no tanto. Ésta es la sociedad que quisimos generar, la del desprecio a los mayores -y esto no va por sus familias, al menos no en general-; la que recogió lo sembrado por otros, a los que apartó chatarra cual cuando ya no podían encabezar la lucha que nosotros nunca iniciamos. Si estos días de cuarentena, de miedo, de emociones sensacionalistas deben de dejarnos algo de legado es la indecencia del olvido.
Rafa Ávalos, periodista (Cordópolis)