la huelva choquera y tabernera

Un ponche de los Olaya bien vale un potosí

Olaya es por su ponche un hombre felizmente conocido en Punta y parte del extranjero

Este líquido es religión en la Punta que busca el fresquito por fuera ¡y por dentro!

La Moni de Huelva: «Me gustaba más la noche que el día»

Burguer Olaya, en Punta Umbría H24

José Ramón Andikoetxea

Huelva

La plaza del Rastro. Otro lugar más al que la gente llama como le viene en gana. O quizá sería mejor decir como su recto entender le da a conocer. No por obligación sino por devoción. La plaza del bar Rastro era el lugar de la marcha de los primeros ochenta. Eso marca una impronta indeleble.

Esta plaza que honra al gran geógrafo, botánico e historiador choquero Abdallah al-Bakri habrá de luchar muchos años para que lo de plaza del Rastro desaparezca de la memoria colectiva.

Hablando con Enrique Olaya, del engrandecido quiosco de los hermanos Olaya, nos damos recíprocos pellizcos de nostalgia. A esta hora le pillamos en la bajada desde el Angliru. Pasó el 23 % de desnivel y ya la gente ha ido desalojando las mesas tras gozar de unos platos dignos del mejor paladar. Ahora sí se para y, como quien habla en Canal Sur Radio, nos disecciona sus remembranzas con la precisión de un forense. «Si yo he nacido allí y me he criao allí».

«La plaza era de grava. Y estaba allí la cruz. ¿La ermita que está aquí ahora? Estaba allí. La calle Ancha de arena. Yo recuerdo vagamente, pero lo recuerdo, de ponerme en el escalón de mi casa sentao y me mojaba los pies porque llegaba el agua ya rompiendo. Subía la marea, no estaba hecha la muralla aún. Porque mi casa daba pa la calle San Francisco Javier y la callecita que está donde está Celia, en la misma plaza. Venían las pateritas a la ría, se ponían a limpiar las redes…».

Terraza llena en la plaza del Rastro H24

Olaya hace un repaso minucioso de nuestra plaza de nombre chamarilero (1). «Situándose donde está ahora mismo la panadería Delfín. Donde estaba Celia estaba El Rastro, pintado con las letras negras con rayas y a la izquierda un bar que se llamaba El Provisional. Lo que es el bar de Camarón era una casa vieja de madera, que abajo había una relojería, en la esquina. Y pegando otro bar que se llamaba el Calcamonía. Pegando al hotel era un patio muy grande de chinos y se llamaba La Buganvilla. Eso era enorme. Seguimos por aquí había un supermercado, que está todavía, de Jose Alfaro. Donde está un pub, que se sube unas escaleritas allí estaba abajo El Pegamento, que era de Miguel, y otro que no me acuerdo. Eran todo locales bajos. Abrías la persiana y ya entraba to el mundo. Ponían música de los tiempos, igual que en La Cueva ¿te acuerdas de La Cueva, o el Pussy, el Lady…? Y ahora toda la plaza llena de bancos de madera, que los hacían los propios dueños. Y todo el mundo allí con los tintos de verano en vasos de plástico, los cubatitas... Esa era la disposición».

«En el año ochenta y cinco mi madre se quedó viuda y le dieron el quiosquillo y lo montó con chucherías. Bueno, antiguamente se vendían litronas, tal cual… los quioscos eran multiuso. Pero las chucherías… y ya después puso burguer. Pero de sota, caballo y rey. Lomo, hamburguesa, pechuga y perritos. Igual que el de la plaza de las Monjas en Huelva».

Y él de chaval a recoger vasos con una caja. «A vosotros os vendía las litronas» dice mirando a Luichi porque lo ha reconocido. «Para las caras yo soy muy bueno». Estaría bueno. Si sólo han pasado unos… ¡cuarenta años! Ay, mi madre.

«Pero ya la gente bebía y mi madre se retiró un poco y lo cogí yo, de novio con mi mujé. Un shiquiyo, con quince o dieciséis años, y mi mujer, que lleva desde los doce años conmigo, también. Y yo, pues, lo mismo: el burguer. Abría a las siete la tarde y cerraba a las once la mañana. Me quedaba sin pan y veía venir a la plebe… salsita verde a la plancha y se llevaban la sarshisha en vaso plástico con tomate. Porque ya no había pan».

«¡Hasta las once de la mañana! cuando venían los rezagaos de toa la noche. En el año…».

Mi amiga Belén se acuerda bien de la madre de… «Rubia, de piel blanca, con un moño que se cogía así». Con un «aaaro, Mercedes, rubia», lo refrenda su hijo. Y, cómo no, Belén también se acuerda de esos ponches mitológicos.

El ponche (2) ya llegó con fuerza en los primeros años noventa. «Lo introduje yo, tenía dieciocho, veinte años». Con los vasos de plástico «por toa la calle Ancha, ponche pa´rriba, ponche pa´bajo. Se lo iban bebiendo hasta la iglesia del Carmen y cuando llegaban daban la vuelta a por otro».

Después tuvo un bar en El Portil. «Allí me venía los de los bloques, era toa gente de Sevilla. No sabían ni lo que era. Yo les decía ponche y se creían que era el Ponche Caballero. Y cuando ya lo probaban ya después garrafas de cinco litros. Mira, que voy a hacer una barbacoa… Se lo han llevao hasta Alemania, a Valencia… congelao».

«Olaya es por su ponche, un hombre felizmente conocido en Punta y parte del extranjero»

«Después monté un burguer enfrente de La Pequeña Alhambra y me venía mucha gente ¿este es el mismo ponche que yo me tomaba en un quiosquito…? El mismo, el mismo». Es lo que tiene la fama, igual para bien que para mal la arrastramos por donde nuestros pies nos llevan. Dicen que una crítica mala tiene mucho más recorrido que una buena. En este caso, la excepción que confirma la regla, Olaya es por su ponche, un hombre felizmente conocido en Punta y parte del extranjero. Por un ponche que excita las bajas pasiones y a los más rigurosos paladares.

«Por mí yo la hubiera dejao iguá«

«A mí me gustaba muchísimo aquella Punta». La de antes, la imposible, la atrapada en fotos y recuerdos entrañables.

«La torre almenara, con la puerta to vieja, partía… yo me he metío ahí de chiquillo con una vela y subíamos pa´rriba, haciendo apuestas. Una escalerita de hierro pa poder llegar hasta la puerta. Ahora la torre está hasta alicatá por dentro. Una vez llegué arriba por dentro y queríamos bajar con una cuerda… y a la mitáse partió la cuerda. No le dije na a mi madre. Un mes con la costilla clavá ahí. Cosas de los chiquillos».

«Y el cuarté de la guardia civí allí, en el descampao. Y antes del descampao había como unos barracones que era donde se quedaban los guardias y un chozo de cañizo que metían los Land Rover a la sombrita.

Los que ya peinamos canas podríamos hacer cada uno un tratado sobre los descampados. Esos lugares que reunían un poder de atracción inapelable, inevitable, conjugado con tesoros inesperados y riesgos que siempre aparejaban broncas, curaciones a vida o muerte y relatos que se hacían míticos en las noches en los callejones, sobre redes malolientes o en el último rincón de un bosquecillo.

Luichi se acuerda de las tres casas de su abuela, frente a donde descansó sus últimos días el Chimbito. Y de la Casa de los Enanitos, de Toni Vázquez. Por las pinturas de estos seres pequeñitos a lo largo de sus paredes. Donde había una noria, circundadas por las vallas de madera terminadas en pico… «y mi abuela le alquiló un cachito al del Garito. Un cachito de la parte de atrás que era toa de arena, pa que pusieran allí una plancha. Fue como empezaron los del Garito».

Enrique añade… «Caracoles era un bar de marinero. Allí no había ni un alma. Pusieron los tintos de verano a setenta y cinco pesetas. Y empezó a entrar la gente. Era la época del tinto y la litrona. Y del kalimotxo. En la puerta se ponía El Lito con los camarones con una mesita con la tabla».

Luichi incorpora al relato otro lugar de sonora e irónica denominación. «Después de las tres casas de mi abuela había otra donde ahora está el bar de Isidro. Ahí había un patio grande al que le llamaban el Chachapoga (3). Porque iban las chachas a bailar. También iban al Casino de la Esperanza (4)».

Los señoritos veraneaban en la Punta con aroma inglés, a te de las cinco de la tarde. Sus sirvientas buscaban el regocijo y el calor humano en los castos bailes de la época. O no tan castos porque hablamos del chachachá o el twist en los que las caderas ya ofrecían obscenos movimientos de los que abominaba la estrecha y pacata moral de la época.

Quiosco Hermanos Olaya

En el momento actual sigue siendo un currante de tomo y lomo al mando de esta nave familiar. Su fama viene por el buen comer. Pero sería absurdo no nombrar su ponche. El que lo eleva a los altares de los catadores más exigentes desde la década de los ochenta. El que a veces también le vuelve loco.

Hoy mismo terminó la sesión de comidas a las diecinueve horas… el proyecto de descanso se interrumpe por una demanda desesperada. La Pequeña Alhambra quiere seguir siendo roja, pero para ello necesita el líquido que es religión en la Punta que busca el fresquito por fuera ¡y por dentro!

Sin dejar que sus posaderas se hagan al sofá salta al quiosco a hacer lo que tan bien sabe hacer. No le queda otra que preparar el ponche, en garrafas de doce litros, oiga usted. No le queda azúcar. Su hija no le había dicho nada. Salta al súper Mas, cola que te crio… y cuando regresa que solo quedaban ocho bollos… ya estaba de nuevo la terraza en efervescencia y a correr. «Esto como en el cine, las tomas falsas por detrás».

«Me dicen es que esto es ya patrimonio de Puntumbría, cuarenta años allí»

El quiosco de la plaza… del Rastro lo llevan alquilado unos chavales y lo han pintado con los colores del Recre. «Pero las tejas y to azules. Es muy bonito. Me gusta verlo abierto y me vienen los recuerdos. Me dicen es que esto es ya patrimonio de Puntumbría, cuarenta años allí». El tema tiene que ir viento en popa porque parece que la continuidad del próximo verano ya está apalabrada. «Al chaval le va muy bien y yo me alegro. Hemos llegao a un precio pa que ganemos dinero los dos».

Los quioscos de Punta Umbría son una institución. En cualquier esquina un desavío para el espíritu. En la plaza 26 de abril, la churrería que está aquí detrás, el Málaga, el Bicho… todos eran como el de la plaza de Al-Bakri.

Lo cuenta todo de un tirón. Tablas no le faltan porque con sus hijos ha estado mucho en Canal Sur. Cantando en Yo soy del Sur, un talent show. O el chou de los artistas güenos de verdad. Luichi lo engarza con el libro que su hermana Dolo Vidosa, precisamente hoy, ha presentado en el chiringuito Mosquito de La Canaleta. 'Cuando todo era arena' (Pábilo Editorial) es su entrañable título.

Notas al pie

  • (1) Escuche, que tiene miga, la canción de Patxi Andion «Una, dos y tres» (1973).

  • (2) El origen del nombre proviene del hindi «pãc», que significa cinco, correspondiente al número de ingredientes que originalmente lo componían (aguardiente de vino de palma, azúcar, limón, agua y té); posteriormente se derivó del inglés «punch» una vez introducido en Inglaterra.

  • (3) Pasapoga. Su curioso nombre viene dado por sus propietarios: Patuel, Sánchez, Porres y García. Al principio, este espacio estaba destinado a ser una sala de billar (la más grande de Madrid), pero estos cuatro socios lo convirtieron en uno de los locales de referencia para la fiesta madrileña. Su decoración se basaba en ornamentadas columnas, techos altos, grandes espejos, pinturas murales, mármol de colores, cortinas y oro que cubría los artesonados; una sala barroca por la que pasaron grandes personalidades como Frank Sinatra, Jorge Negrete, Ava Gardner, Sara Montiel o Antonio Machín. A las 22:30 fue cuando el local abrió sus puertas, en una ostentosa inauguración que exigía rigurosa etiqueta. Sus cuatro pistas de baile no tardaron en llenarse de personas que no querían perderse el acontecimiento. La entrada costaba entre 15 y 18 pesetas, un precio desorbitado solo apto para familias bien, teniendo en cuenta la época que estaba atravesando el país, donde la posguerra dejó hambre y pobreza. Es por ello que, a modo de burla, se comenzó a denominar a la sala Pasa y Paga.

  • (4) Rosario la del Casino, por Fernando Barranco Molina.

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