EL AMOR NO ERA PARA TANTO
'El penalti del milenio'
El autor de la columna comparte un cuento de verano para los lectores de huelva24.com
Una vez, siendo un jovencito de veintipocos años, tuve que tirar un penalti. No uno de los triviales, sino uno de esos que configuran la construcción moral de cualquier chaval de barrio. Fue uno de los momentos más determinantes de mi primera juventud. Uno de esos instantes que jamás te abandonan; uno de esos recuerdos, en definitiva, que permanecen adheridos a tus entrañas para siempre. Soy consciente de que alguien torcerá el gesto ante afirmaciones tan melodramáticas y pensará que se trata de elucubraciones nostálgicas de alguien incapaz aún de madurar. Puede ser, ¿por qué no? Lo único que se me ocurre añadir es que mis amigos lo bautizaron como: «el penalti del milenio». Por algo sería, digo yo.
La cosa ocurrió así. El torneo de fútbol sala de mi pueblo era, con diferencia, nuestra principal atracción veraniega. El numerosísimo público que acudía entusiasmado al polideportivo pasaba el rato comiendo pipas, bebiendo refrescos y espantando mosquitos, mientras presenciaba los encuentros, persuadido por la enconada rivalidad entre los equipos que solían clasificarse tradicionalmente en los primeros puestos y la propia satisfacción de relacionarse ociosamente con los demás. En aquellas pistas se cerraban tratos económicos y se consolidaban alianzas más firmes que el núcleo terrestre; cada año nacían y morían decenas de historias amorosas entre niños, jóvenes y mayores; Había peleas entre pandillas rivales, escándalos beodos, reconciliaciones familiares, reencuentros nostálgicos y espantos veraniegos.
No éramos gran cosa. De hecho, éramos bastante malos, pero competíamos con entrega y obstinación
Mis amigos y yo nos apuntábamos todos los años. No éramos gran cosa. De hecho, éramos bastante malos, pero competíamos con entrega y obstinación. En cualquier caso, nos divertíamos y de paso limpiábamos algo de nicotina de nuestros deshechos pulmones. No habíamos conseguido pasar nunca de la fase de clasificación, por lo que aquel verano estábamos especialmente ilusionados y motivados. El objetivo principal era pasar a octavos de final y, después de comprobar quiénes serían nuestros rivales en primera ronda, nos dimos cuenta de que podríamos conseguirlo. Era nuestro año.
Al final, resultó algo más difícil de lo que esperábamos y nuestras opciones quedaron circunscritas a un último partido de clasificación. Si queríamos pasar a octavos de final debíamos ganar. Nada de empates.
Aunque odio los tópicos, la noche decisiva no cabía un alfiler en las gradas. El encuentro había despertado un nada desdeñable morbo debido a que ambos equipos éramos malos. Y ya se sabe, cuando dos equipos malos juegan, la cosa suele estar muy disputada. Aun a riesgo de parecer presuntuoso, nuestro equipo concitaba la simpatía de la gente. No nos tomábamos demasiado en serio y eso era algo que el público agradecía, cansado de jóvenes -y no tan jóvenes- demasiado pagados de sí mismos, cuyo comportamiento rozaba el ridículo más flagrante, creyéndose dioses del fútbol o atletas de élite, cuando no eran más que marineros, albañiles, estudiantes, camareros, jornaleros o fontaneros, con barrigas cerveceras y problemas reales, viviendo un sueño en el cual nunca habían salido del patio del colegio, donde eran adorados por sus cualidades futbolísticas.
Nosotros, en cambio, disfrutábamos estando allí, arrastrando nuestro ligero sobrepeso a cuestas, nuestras deficiencias futbolísticas, nuestros maltrechos pulmones de fumadores empedernidos y nuestras carencias atléticas. Nos divertíamos y divertíamos al público, motivo por el cual, la gente solía animarnos durante los encuentros. Sumado a todo esto, nos caracterizábamos por ponerle a nuestros equipos nombres divertidos extraídos del fútbol profesional argentino. Aquel año nos llamábamos 'Huracán de Avellaneda'. Otros habíamos sido 'Ferrocarril oeste' o 'Club de Gimnasia y Tiro'.
El viento soplaba a nuestro favor. Lo que precipitó los acontecimientos fue que, a catorce minutos del final, conseguí robar un balón en mi campo y lanzar un pase -con desacostumbrada precisión para mis desempeños habituales- a uno de mis compañeros, que marcó un golazo de tiro cruzado sin siquiera parar el balón. El rugido del público fue inolvidable. Todo el mundo se puso en pie para aplaudir y corear el nombre de nuestro equipo «Huracán, Huracán, Huracán». Nos abrazamos en el centro del campo y comenzamos a dar saltos y alaridos de alegría.
Diez segundos después una batalla campal se desarrollaba ante nuestros atónitos ojos
El tipo al que le había robado el balón se dirigió a la mesa donde se controlaba el marcador y las incidencias del partido para reclamar una presunta falta que yo habría cometido sobre él. Como le faltaba el aire, cada vez fue poniéndose más y más púrpura. Los miembros de la organización le recriminaron su actitud y le conminaron a continuar jugando. Entonces, este mongol de las estepas asiáticas, echando espumarajos por la boca y utilizando todo el espectro de imprecaciones habituales en estos casos, tiró la mesa de una patada, haciendo caer también a los dos sorprendidos miembros de la organización. Por el aire volaron papeles, cartulinas rojas y amarillas, una bandera de España, silbatos, bolígrafos y una calculadora de bolsillo.
Se armó un follón de cuidado. Sin poder precisar cómo, diez segundos después una batalla campal se desarrollaba ante nuestros atónitos ojos. Los dos policías encargados de mantener el orden durante el torneo no podían controlar aquella melé de hombres, niños, mujeres y ancianos, moviéndose desacompasadamente en todas direcciones; una masa informe de brazos, piernas y cabezas golpeando, sacudiendo, aporreando, descalabrando, retorciendo, arañando y mordiendo. Yo estaba en medio de la pista, con el balón en las manos, incapaz de apartar los ojos de la contradanza a la que había sido invitado por azar. Lo más curioso de todo era que el iniciador de la reyerta, el heredero de Gengis Khan, el verdadero culpable de la trifulca, estaba apoyado tranquilamente en nuestra portería fumándose un cigarrillo y observando la evolución de la batalla como quien mira a las palomas comer en el parque.
La reacción de la gente me puso los pelos de punta y nos ayudó a salir del aturdimiento en el que nos encontrábamos
La batahola terminó de forma tan vertiginosa como había comenzado. Hubo varios heridos, algunos descalabrados, diversos ojos morados, algún diente roto y muchísimas dignidades perjudicadas. La dirección del torneo, una vez calmados los ánimos, restañadas las heridas y reubicado sus prerrogativas como organización, declaró finalizado el encuentro. Determinaron expulsar de por vida al causante del estropicio. Nunca más jugaría el torneo. Lo que no pudimos ver venir, en ningún caso, fue lo que ocurrió después: los organizadores decretaron que los minutos restantes debían jugarse. Ni siquiera hicimos ademán de protestar. Es inútil resistirse al destino.
Cinco días después jugamos los minutos decisivos. Nada más comenzar el partido nos metieron un gol por culpa de un fallo defensivo. Las gradas estaban, por supuesto, repletas. El incidente había provocado una extraordinaria expectación entre los habituales asistentes a la competición. Sabíamos que la gente estaba, en general, a nuestro favor; no obstante, he de reconocer que el silencio posterior al gol me impresionó. La reacción de la gente me puso los pelos de punta y nos ayudó a salir del aturdimiento en el que nos encontrábamos. Con ese gol volvíamos a estar empatados, lo cual nos eliminaba, ya que, en la diferencia de goles entre ambos, ellos tenían uno a su favor.
Llegó en dos segundos al área contraria. El portero lo derribó y el árbitro señaló penalti
Vagamos a la deriva un par de minutos, incapaces de reaccionar. Incluso nos libramos de un segundo gol gracias a un error incomprensible de uno de ellos, solo delante de nuestro portero. Un par de jugadas afortunadas nos permitieron desperezarnos el anquilosamiento y revertir la situación, presionando y moviéndonos de manera más eficaz, hasta que, en una jugada de ataque de ellos, conseguí robar el balón, di un pase largo a nuestro delantero -un jovencito veloz y elástico como una lagartija-; este se acomodó el balón, se dio un autopase y llegó en dos segundos al área contraria. El portero lo derribó y el árbitro (el mismo del día del incidente) señaló penalti.
El público rugió de felicidad. Se oían gritos de ánimo y aplausos. Supongo que para ellos aquel penalti encarnaba la figura metafórica de la justicia convertida en acción real, una forma de felicidad basada en la asunción de que el universo se rige por leyes inmutables y equitativas que tienden a reordenar el caos, castigando a los malos y beneficiando a los buenos. O puede que solo estuvieran contentos.
Tomé carrera dispuesto a reventar la pelota cuando, a mitad de camino,
experimenté una epifanía
Mis compañeros se volvieron hacia mí: «tíralo tú, tíralo tú». Tener un buen par de piernas me había dado la posibilidad de disponer de un disparo a puerta de aceptable potencia. Durante el torneo había conseguido algunos goles de tiros lejanos. No me andaba con tonterías. Le pegaba con todas mis fuerzas desde donde fuera y, cuando iba a puerta, el que se encontrara en la trayectoria del balón las pasaba canutas. Así que acepté la responsabilidad y coloqué la pelota en el punto de penalti. Desde las gradas se oía un murmullo contenido, una especie de aliento respetuoso. Mis compañeros me palmeaban en la espalda, dándome ánimos, tratando de tranquilizarme. Alguien en las gradas vociferó: «Rómpela, cuatro», llamándome por el número impreso en mi camiseta.
No estaba asustado, solo desconcertado. Todo había ocurrido muy rápido y ahora nuestro pase a octavos de final se solventaría mediante algo tan arbitrario y aleatorio como un penalti. Traté de no pensar más y me concentré en golpear la pelota con toda la fuerza de la que fuera capaz.
Tomé carrera dispuesto a reventar la pelota cuando, a mitad de camino, experimenté una epifanía, casi una caída del caballo, como Saulo camino de Damasco. Pensé en que todo el mundo -mis compañeros, los jugadores de otro equipo, el público e incluso el árbitro- estaría esperando un misil tierra-aire de los míos y, entonces, para mi propia sorpresa, decidí que en esta ocasión golpearía con menos fuerza y buscaría colocar el balón lo más ajustado posible al palo de mi costado izquierdo. Durante una fracción de segundo acaricié en mi cerebro la imagen del balón entrando en la portería después de tocar con magistral levedad el poste. Incluso me dio tiempo a vislumbrar mi salida a hombros del campo de juego entre vítores y alabanzas.
Justo en el momento de golpear el balón, el sol se ocultaba perezosamente por detrás de la línea oscura de los edificios cercanos al puerto.
La pelota había dibujado una línea recta perfecta en dirección al palo izquierdo, tal y como me había propuesto
Oí un estruendo sólido y pesado, parecido al que hace un saco de patatas al golpear el suelo. La pelota había dibujado una línea recta perfecta en dirección al palo izquierdo, tal y como me había propuesto, tan perfecta, de hecho, que el propio palo la escupió sin piedad hacia el portero, quien la acogió entre sus manos con una sonrisa triunfal.
Resulta abrumador explicar aquí lo que sobrevino después, pues la enormidad de emociones agolpadas en mi interior supuso una especie de omphalos de dolor y sorpresa. Pero, sobre todo, sentí vergüenza, probablemente el sentimiento más cobarde y rastrero de todos, lo cual no dice mucho en favor de mis motivaciones o mis expectativas.
Alguien me gritó algo que no entendí y diez segundos después comprendí que nos habían vuelto a marcar. Habían aprovechado nuestro asombro para iniciar una jugada que acabó en gol sin obstáculos de ningún tipo, tal era nuestro nivel de abatimiento. Sin darnos tiempo a reaccionar, el árbitro pitó el final y todo acabó para nosotros.
He revivido esta historia miles de veces; he soñado con ella otras tantas. En ocasiones, el sueño es tan vívido que necesito al menos un minuto tumbado en la cama, mirando al techo, para recolocar el universo en su disposición habitual. Es una historia banal, lo reconozco; carente de interés verdadero o de la profundidad suficiente para influir de manera determinante en la psique de alguien. Ni siquiera tiene un clímax definido. Simplemente, se acaba.
Nunca he podido quitármela de la cabeza. Cuando reflexiono sobre aquel día se me ocurren únicamente dos explicaciones
Y, sin embargo, nunca he podido quitármela de la cabeza. Cuando reflexiono sobre aquel día se me ocurren únicamente dos explicaciones: la primera de ellas consiste en que una parte de mí (o quizás todo yo) deseaba fallar aquel penalti, quería cubrirse de escarnio y experimentar la humillación más absoluta, demostrando así, la verdadera naturaleza decepcionante de mi espíritu y la futilidad de la lucha contra el destino. La otra es más atrevida y, quizás, por ello, más plausible: en realidad, yo soy la transfiguración carnal de ese esférico de cuero viejo y rugoso, impactando eternamente contra el poste, castigado cruelmente como Prometeo encadenado en el Cáucaso, siendo escupido en dirección al oprobio permanente.
Cualquiera sabe…