'el amor no era para tanto'

Videodevoradores

Es un chico grande; sencillo y divertido, tan diáfano de carácter como un lago alpino en verano. Vive en el seno de una familia humilde que huele a buena gente desde lejos

Isabel María, muestras sus 'ratitas' Tiktok

Jesús González Francisco

Ayamonte

Varias veces al día, se sienta, saluda y empieza a comer, presentando los platos que ingiere, descritos la mayoría de ellos con un escueto: «güenízimo». Ha puesto de moda expresiones hoy virales como «aceitunillas del pacífico» o «bayoneza al corte». Tiene más de 1,5 millones de seguidores en Tik Tok que lo adoran.

También hay una chica; muy joven, cordial, sencilla y vivaracha: un auténtico encanto. Su ritual es similar al del gigante bueno del que les hablo más arriba: habla directamente a la cámara, explicando «lo que me ha puesto de comé mi abuela» o «lo que me ha hecho mi madre pa cená». A diferencia del caso anterior, no suele comer en directo. Su nivel de popularidad en Tik Tok es notable: casi 90 mil seguidores que siguen fielmente sus vicisitudes alimenticias. Sus «ratitas» (búsquenlo si desconocen de lo que les hablo) acumulan millones de visualizaciones.

Unos marineros, probablemente chinos, devoran con fruición todo tipo de animales marinos (langostas, cangrejos, pulpos, bivalvos…) que cocinan previamente… ¡vivos! Mientras se dirigen a cámara de una manera harto cómica, riendo a mandíbula batiente y enseñando dentadura, los mariscos se retuercen en el wok gigante en una muerte asombrosamente gráfica. Cientos de miles de personas siguen las andanzas de varios de estos pescadores.

Y hay otros; cientos, miles, decenas de miles: hombres y mujeres de diferentes edades y nacionalidades que engullen comidas de todo tipo, unas veces de forma más sofisticada, como el protagonista de 'Cenando con Pablo', cuyos vídeos obtienen, en ocasiones, cerca del millón de visualizaciones, y otras veces de forma más hiperbólica, como algunos individuos que tragan comida de una forma directamente vomitiva y que también, como no podría ser menos, disponen de millones de fieles seguidores a lo largo y ancho del planeta.

Una fascinación compulsiva

¿De dónde proviene esta fascinación compulsiva por ver comer a la gente? ¿Por qué motivo millones de personas se ponen (nos ponemos) delante de una pantalla a ver vídeo tras vídeo de gente engullendo? ¿Cuál es el placer que se encierra en ello? ¿Dónde radica el poder de seducción en contemplar a un tipo devorando la cabeza de un pulpo mientras la salsa en que está bañado el cefalópodo corre libremente por sus mandíbulas? Si existe tal cantidad de oferta (y créanme, se cuentan por miles los 'videodevoradores') debe obedecer a una relación directa con la demanda de público, ¿verdad? Al menos, eso es lo que nos aseguraba Adam Smith hace ya doscientos cincuenta años.

Posiblemente tenga que ver con la devoción a la opulencia y el despilfarro de la hedonista sociedad del siglo XXI. Contemplar a los demás tragando comida sacia de alguna manera nuestras ansias de espectáculo, nuestro anhelo de anestesia para que la realidad no pueda atormentarnos. En cierto modo representa aquella sentencia de Séneca: «Vomitan para comer, comen para vomitar».

En este nuevo mundo entregado al becerro de oro del entretenimiento constante y la gratificación inmediata, todos y cada uno de los gustos o aficiones del público, por muy insólitos que sean, encuentran su «oferta reflejo» con la que satisfacer la pulsión; es decir, donde haya alguien que quiera ver vídeos de gente limpiando alfombras, habrá gente grabándose mientras limpian alfombras. Si les va el camping, los inundarán de vídeos de campistas felices; si les gusta ver a gente quitarse los calcetines, ahí estarán ellos, realizando grabaciones mientras se sacan los calcetines explicando el proceso a sus miles de seguidores… No se sorprendan ustedes si comparamos este descomunal mercado del entretenimiento con la inabarcable y variadísima oferta del cine para adultos, donde cada oveja encuentra a su pareja.

Como al vacío no puede ponérsele nombre, la mayoría de estos cautivos de la popularidad se integran en el elástico grupo denominado 'creadores de contenido', una nomenclatura tan indefinida y arbitraria como las razones que explican el fulgurante éxito de sus publicaciones. Estos chicos y chicas que revelan con cierta ingenuidad la intimidad de sus hogares y se muestran a sí mismos con una candidez extraordinaria, reciben una atención mediática desmesurada en los medios de comunicación tradicionales y en Internet, llegando incluso, en alguna ocasión, a transferir parte de su repentina fama a algún familiar (la madre del «gigante bueno» tiene su propio canal de Tik Tok donde muestra las comidas que después consumirá su hijo). Muchos de ellos se ven envueltos en una hojarasca demoledora de entrevistas, colaboraciones y exposición pública que los aparta de la realidad y los fuerza a abandonar sus antiguas vidas para embarcarse en promociones sin fin… hasta que dure.

Entiendo que algunos de ellos se lanzarán a esta vorágine de popularidad con los brazos abiertos, deseosos de experimentar ese vacío existencial tan atractivo llamado «fama», pero sospecho que otros muchos se encuentran enmudecidos de asombro, dejándose llevar por una corriente que arrastra con fuerza y que apenas deja tiempo para pensar en escapar.

En cualquier caso, habrá que ver cuál es la dirección que toman estas repentinas explosiones de celebridad en los próximos tiempos y, sobre todo, cuál es el peaje que deban pagar estas personas cuando (porque llegará, de eso no cabe duda) la inconsistente y arbitraria atención del público se dirija a otros horizontes, a otros becerros de oro a los que venerar como nuevos deidades del entretenimiento. Supongo, aunque uno ya no sabe qué pensar de casi nada, que esta nueva moda viral también terminará por pasar, como casi todo. En algún momento, nos cansaremos de mirar a otros comer y quizás volvamos a prestar atención a nuestros platos. Recuerden que hasta el atardecer más espectacular del mundo se vuelve predecible tras contemplarlo cientos de veces, hasta que, tristemente, dejamos de mirar.

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