el amor no era para tanto

Ni mejores ni peores: iguales

Los seres humanos somos expertos en avanzar subidos al carro del olvido, como buenos profesionales de la desmemoria. Solo así podemos soportar nuestro constante fracaso como sociedad

Jesús González Francisco

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Las sociedades humanas no evolucionan en el recuerdo, sino mediante el olvido; es en la omisión de la memoria donde las personas encuentran el estímulo necesario para continuar adelante con sus vidas. Esta declaración de intenciones, que considero un axioma sociológico incompleto, pero válido, constituye la mejor forma de comprender qué nos ha pasado como colectivo en estos últimos cinco años.

A usted quizás le parezca una eternidad de tiempo, pero el Estado de Alarma promulgado por el gobierno el 13 de marzo de 2020, y el posterior confinamiento en nuestros hogares durante cien días, ocurrió antes de ayer, como quien dice; apenas un suspiro, cinco años, treinta y un millones y medio de segundos, tan solo eso. ¿Se acuerda usted? ¿Recuerda dónde estaba aquel fin de semana? En una decisión sin precedentes, se nos exigía encerrarnos en casa hasta nuevo aviso. Las primeras jornadas fueron una especie de celebración tensa, una suerte de vacaciones extravagantes, ya que la sombra de la tragedia aún no ocultaba la luz de nuestros hogares. Pero unos (muy pocos) días más tarde, las cifras de fallecidos por aquella gripe originada en China, de la que apenas se sabía nada y de la cual nos habían asegurado que sus efectos supondrían unos pocos grados más de gravedad que la familiar gripe invernal, ascendían a miles, sin que hubiera una explicación racional para ello, sin que la clausura de nuestras calles y espacios públicos pudiera evitarlo.

Se nos congeló la sonrisa y aparcamos los desafíos cómicos. Comenzamos a tomarnos en serio la amenaza real y palpable cuando a nuestro alrededor, familiares y amigos perdían a sus padres, madres, hermanos… sin siquiera poder despedirse de ellos, sintiéndonos afortunados de no ser nosotros quienes hubiéramos sido tocados por el dedo funesto de la desdicha. Ah, la fragilidad de la memoria humana. Tan cerca en el tiempo y sin embargo tan lejos en nuestra memoria; la admiración por los sanitarios se evaporó y los aplausos de antaño se transformaron en el sutil desprecio de hogaño al observarlos desde nuestra incómoda silla en la sala de urgencias de cualquier hospital; aquellos que ponían sus vidas en riesgo para que todo pudiera funcionar con normalidad pese al desastre personal, económico y social perdieron su aura legendaria al día siguiente de permitirnos salir a la calle, aliviados por haber conseguido saltar la ola sin ser arrastrados mar adentro en el intento; nos dijimos que saldríamos mejores de aquella experiencia, que no cometeríamos los mismos errores, justo lo que nos dijimos cuando en 2008 explotó la burbuja inmobiliaria y la vida irreal de infinitas posibilidades económicas se perdió para siempre por la explosión de una supernova cuya onda expansiva a punto estuvo de acabar con el tejido económico y social de occidente (los países pobres lo notaron menos, acostumbrados a sobrevivir apartados en los arrabales de la macroeconomía mundial).

La cuestión es que no salimos del confinamiento ni mejores ni peores, sino iguales. La naturaleza humana es tan predecible en sus tragedias (muchas de ellas autoinfligidas) que resulta casi normal esbozar una media sonrisa sarcástica cuando comprobamos cómo nos apasiona tropezar miles de veces con la misma piedra. En cuanto volvimos a tomarle el pulso a la vida despreocupada otra vez, aquellas buenas intenciones que nos ayudarían a mejorar como especie fueron difuminándose en el vórtice del consumo, la gratificación instantánea, los «me gusta» y demás parafernalia posmoderna. Nada nuevo bajo el sol.

Esta efeméride pasará, al igual que cualquier otro acontecimiento de nuestra existencia, como bien nos enseña aquella fábula persa que Edward Fitzgerald, poeta inglés del siglo XIX, introdujo en occidente. Recordaremos dónde estábamos y bromearemos con las videollamadas en pijama, el consumo exacerbado de cerveza, los millones de bizcochos horneados o los angustiosos «brotes verdes» anunciados por los políticos, que nunca terminaban de serlo. Evocaremos los aplausos a los sanitarios, las mascarillas obligatorias, el 'Resistiré' a todas horas, el deporte de las mañanas en televisión, el pan de masa madre, los que sacaban al perro veinte veces al día o quienes consumieron el catálogo completo de Netflix, al que algunos dieron la vuelta varias veces. Pero pasarán unos días y volveremos a sumergirnos en nuestra vida estresante y repleta de estímulos externos; regresarán las trifulcas políticas y los bailes de famosos en Tik Tok; continuaremos contemplando con asombro el pulso demencial de Trump al mundo entero y cruzaremos los dedos para que Putin frene sus ansias imperialistas.

Como les decía al principio, los seres humanos somos expertos en avanzar subidos al carro del olvido, como buenos profesionales de la desmemoria. Solo así podemos soportar nuestro constante fracaso como sociedad.

Y si no está usted de acuerdo conmigo, verá lo qué ocurre dentro de los próximos cinco años, cuando constatemos que seguimos sin haber aprendido nada.

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