Al menos somos los mejores en algo
¡Por fin! ¡Lo hemos conseguido! Lo sé, lo sé, ha sido difícil, ha significado un esfuerzo conjunto de proporciones faraónicas, pero finalmente hemos logrado nuestro objetivo
El mérito de tal hazaña no es producto del trabajo de una sola persona, sino que recae de forma compartida en la sociedad española en su conjunto, tan tenaz y valerosa cada vez que quiere ser la mejor en algo. Nuestro esfuerzo ha obtenido los frutos merecidos, como suele decirse.
No hablo de la Selección Española de Fútbol, la femenina, quiero decir, la campeona del mundo, la del beso, vaya. No, no me refiero a eso. Tampoco se trata del acuerdo de investidura que nos proporcionaría un marco de acción tan necesario para los próximos años, se incline hacia donde se incline el pelo de Puigdemont. No, tampoco hablo de eso. El motivo de mi alegría, la razón de mi solaz, el porqué de mi alborozo, no es más que el último Informe Pisa, cuyos fríos datos vuelven a colocar a España y a su sistema educativo a la cabeza de las naciones europeas.
¡Somos campeones de Europa!
Pues sí, señora, eso mismo, somos campeones de Europa en una categoría muy particular: la del abandono escolar. Efectivamente, nuestros chicos y chicas son los dominadores absolutos en este aspecto concreto de la educación dentro del Viejo Continente. Casi el 14% de la chavalería entre 18 y 25 años abandona la escuela de forma definitiva. Los números han descendido algo en los últimos años, pero no desesperemos, aún seguimos
«Nuestros chicos son los dominadores absolutos del abandono escolar dentro del Viejo Continente. Casi el 14% de la chavalería entre 18 y 25 años abandona los estudios de forma definitiva»
siendo líderes indiscutibles, varios puntos porcentuales por delante de nuestros vecinos europeos. Curiosamente y, de forma paralela, los zagales y zagalas ibéricos son quienes reciben más horas lectivas de nuestro entorno, es decir, pasan más horas en clase que portugueses, franceses, holandeses, italianos…, así que algo no cuadra, como pueden imaginarse. Mayor carga lectiva y más tiempo en las aulas no previenen el abandono escolar, eso lleva quedando claro varios años, a tenor de los resultados habituales de los jóvenes españoles en los sucesivos Informes Pisa.
A ustedes esto seguro que les suena desde hace rato, ¿verdad? Cada cierto tiempo aparece en los medios de comunicación algún artículo revelador acerca de los pobres desempeños escolares de nuestros chavales; nunca gran cosa, la verdad, no más allá de un par de titulares sensacionalistas, suficientes como para crear algo de alarma pero deliberadamente vagos para así no trascender el terreno de la anécdota, no vaya a ser que algún día haya que tomárselo en serio y todo.
Y mire usted que se fabrican leyes educativas en España, oiga. A paladas las tiene usted: LOECE, LODE, LOGSE, LOPEG, LOCE, LOE, LOMCE Y LOMLOE, que es la última y reciente (2020) ley educativa. Si no he contado mal, son ocho normativas desde 1980, lo que viene a ser una ley cada cinco años y pico, sin añadir los subsiguientes Reales Decretos,
«Y mira que se fabrican leyes educativas en España, oiga. A paladas las tiene usted: LOECE, LODE, LOGSE, LOPEG, LOCE, LOE, LOMCE Y LOMLOE»
Leyes Autonómicas, Decretos, Órdenes, Instrucciones… un leviatán burocrático que hace palidecer al «vuelva usted mañana» magistralmente expuesto por Larra en sus piezas literarias mal llamadas «artículos». Todas y cada una de estas leyes se han anunciado a bombo y platillo (hoy estoy haciendo las paces con los tópicos) como la solución definitiva a los problemas endémicos de la educación española, pero a mí me suena a la tan socorrida frase de 'El Gatopardo' de Lampedusa (y de Visconti, que la película también es obra mayor): «Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie». Los cambios propuestos suelen asustar muchísimo a los docentes, especialmente por la abstrusa y demoníaca prosa con la que se conciben los textos legislativos, hasta que le pillamos la melodía a la pieza y comprobamos con estupor que lo que dice hoy la ley lo afirmaba de forma sospechosamente similar y quizás menos enrevesadamente, la ley anterior. La cosa es que ninguna de ellas consigue detener la hemorragia de abandonos, ni mejorar el panorama escolar en España, algo comprensible, si se tiene en cuenta que cada texto llega al BOE con fecha de caducidad anunciada.
Y en esas estamos, tratando de entender por qué los jóvenes abandonan las aulas a la primera oportunidad y por qué nunca, pero nunca, nunca, nunca, nuestros representantes políticos van a sentarse (o que se quedaran de pie, a mí me daría igual) y establecer un pacto que sirva de sustrato para ofrecer al pueblo, con tiempo y con criterio, un sistema educativo decente, alejado de los barullos electoralistas y las trincheras ideológicas.
«Tratamos de entender por qué nuestros representantes políticos nunca llegarán a un acuerdo que sirva de sustrato para ofrecernos un sistema educativo decente, alejado de barullos electoralistas y trincheras ideológicas»
Quizás es que, en realidad, la educación importa bien poco en un país poco dado a diagnosticar acertadamente el origen de sus problemas e inclinado, en cambio, a la disputa estéril; o quizás, pienso, resulte políticamente atractivo mantener alienado al profesorado y al alumnado lanzándolos a un lodazal burocrático donde apenas pueden moverse lo justo para salvar el día y llegar a la otra orilla de la mejor manera posible. Sea como fuere, en un patio de recreo tan complejo como la nación española, la situación se adivina dificililla, si me permiten la familiaridad. Un cambio de gobierno vendría acompañado de modificaciones educativas sobre las modificaciones de las modificaciones de las modificaciones, y así hasta el infinito y más allá. Y cuatro años después, si de nuevo se diera un giro electoral, llegarían de nuevo las transformaciones. Y cuatro años después… usted ya sabe el resto. Pero en cada ocasión, cómo no, las innovaciones más o menos afortunadas, esgrimidas con fervor por quien
«Ser campeones de Europa es algo muy serio, muy difícil de conseguir. Se precisa una constante sucesión de despropósitos, dilaciones y querellas para lograrlo»
fuera que le tocase en ese momento, llegarían para salvar el sistema educativo y conducirlo a la tan ansiada excelencia, esa entelequia deseada por tantos y que yo nunca he terminado de entender.
En fin, señora, yo ya le he contado el motivo de mis alegrías. Ser campeones de Europa es algo muy serio, muy difícil de conseguir, sin duda. Se precisa una constante sucesión de despropósitos, dilaciones y querellas para lograrlo, algo que se ha probado particularmente atractivo a la personalidad nacional.
La próxima vez que vea a un chico de entre 18 y 25 años deambulando por la calle sin gran cosa que hacer, no lo lamente ni censure el funcionamiento del sistema, ni mucho menos; en vez de eso, felicítese y regocíjese ante la idea de que, al menos, somos los mejores en algo.