el amor no era para tanto
Devotio ibérica
Los españoles somos irremediablemente tribales y pandilleros, forofos apasionados de tal o cual asunto, capaces de entregar nuestro último aliento por la causa
La 'devotio ibérica' consistía en una asociación de por vida entre el jefe tribal y sus soldados en la sociedad íbera previa a la llegada de los romanos a la Península Ibérica. En virtud de aquel acuerdo sagrado entre cacique y discípulo, este se suicidaba alegremente en caso de que su líder falleciera en combate o fuera apresado, determinado a morir antes que caer en manos enemigas. Esta performance hiperbólica fascinó a los pueblos conquistadores que llegaron a nuestra piel de toro, así que muchos de ellos lo adoptaron en mayor o menor medida (los romanos, por ejemplo) para sus propios intereses colonizadores. De esta forma, uno se aseguraba de que sus 'followers' no cometerían la imprudencia de pasarse al bando contrario o negociar una rendición deshonrosa.
Algo de aquel compromiso vital ha quedado en nuestro ADN actual. Los españoles somos irremediablemente tribales y pandilleros, forofos apasionados de tal o cual asunto, capaces de entregar nuestro último aliento por la causa: Real Madrid o Barcelona; Pepsi o Coca Cola; izquierda o derecha; tortilla de patatas con cebolla o sin cebolla; Apple o Android; playa o montaña; Góngora o Quevedo… nos da igual el concepto, la idea o el personaje merecedor de nuestra filiación: si somos de una facción, lo somos hasta las últimas consecuencias, de tal manera que muchos de nosotros construimos nuestro pensamiento «a la contra», es decir, no sólo creo que Góngora es el mejor poeta del mundo, sino que odio con todas mis fuerzas a todo aquel que cometa el inaceptable error de preferir los versos de Quevedo. Cansinos que somos, oiga.
Pues aquí estamos, llegando casi a la finalización del primer cuarto del siglo XXI, y seguimos igual, a la gresca perpetua por cualquier asunto que se nos ponga en la mirilla. Y resulta que nos ha dado por llevar la devotio a la tele. Sí, como lo oye, a la televisión. El compromiso cerril con un clan al que entregar nuestro albedrío se ha transfigurado estos días en las jetas de dos tipos que conducen programas televisivos de éxito: Pablo Motos y David Broncano, el primero en Antena 3 y el segundo en la cadena pública española: RTVE.
Como una suerte de regreso a las trincheras de navaja entre los dientes y patillas de hacha, el público patrio se ha polarizado en dos facciones irreconciliables, cada una segura de poseer la verdad absoluta y dispuestas a destruir como sea al clan rival. Por supuesto, esta polarización es fundamentalmente política, es decir, se le ha atribuido a cada programa un determinado catecismo ideológico, a pesar de que ambos espacios son bastante tibios políticamente. Pese a ello, la opinión pública española, extraviada en su vendetta partidista, ha decidido que Broncano sea el representante de la luz de la democracia, la pureza y la virtud, mientras que Motos encarne a las tinieblas de la ultraderecha y el fascismo, por lo que si usted tira al rojo se verá obligado a ver La Revuelta, le guste más o menos, porque de lo contrario, si comete usted el error de poner en casa El Hormiguero, recibirá una amonestación de los miembros de su tribu (y viceversa si tira usted al azul). Aquí el caso es estar contra algo, pelear a garrotazos, como aquellos villanos (villanos de villa, no por malos, usted me entiende) de Goya, con uñas y dientes, con furia española, sin dejar supervivientes en el campo de batalla, hasta que el último de los adversarios sea destruido.
Y no vaya a ser usted un tibio, a saber, alguien con criterio, capaz de acercarse a ambos programas sin la pátina partidista, tratando de disfrutar o aprender algo de quien no esté en su sintonía natural. Eso sería anatema. En España no hay ya cabida para el discernimiento ni el debate sosegado, no porque estemos inhabilitados para ello, sino porque ya no queremos permitírnoslo. Hemos llegado a tales niveles de sectarismo que la idea de aprender algo del otro resulta peligroso, algo que debe ser desechado, enterrado en lo más profundo, donde su radioactividad no permee en la pureza propia.
Esta 'furia de titanes' se ha extendido igualmente hacia los invitados de cada programa: ¿que Fulanito ha visitado primero a Pablo Motos? Pues ya no veo sus películas, leo sus libros o escucho sus canciones, porque se habrá convertido por mor del pensamiento mágico en un facha – machista – bulos - máquina del fango; ¿y si Menganito decide sentarse en el sofá de Broncano? Pues lo mismo, rechazo su propuesta, sea la que sea, ya que se habrá convertido en un comunista – Venezuela – chiringuito – coletas - 'Perrochanche'.
Así están las cosas, y así seguirán, porque ya le digo yo que la devotio ibérica es una cuestión virtualmente genética, una dolencia congénita, alojada en lo más profundo de nuestra psique compartida, en el inconsciente colectivo del que hablaba Jung, que surge irremediablemente en cada rincón de cada localidad de nuestro suelo patrio cada vez que dos jefes tribales se ven las caras.
Habrá que ver qué hacen los telespectadores cuando esta guerra televisiva se cobre alguna víctima…