el amor no era para tanto

La Capitana

Daría lugar a una confusión peligrosa, más propia de un gobierno dinástico y autoritario en el que las instituciones se diluyen dentro de las personas que de uno realmente democrático y saneado

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Jesús González Francisco

Ayamonte

Hace muchos años, en una época bien distinta de mi vida, trabajé junto a una señora búlgara a la que llamábamos 'la Capitana'. En un primer momento, coartado por mi timidez y por un cierto reparo relacionado con el decoro, no quise saber a qué venía aquel apodo, pero, finalmente, ella misma, con su español atrabiliario y esforzado me lo contó; mientras cortaba lechugas, cebollas, tomates y pimientos para las ensaladas que preparaba en el restaurante donde nos defendíamos de las hordas de turistas, asada de calor en una cocina pequeña, me confesó que, allá en Sofía, la capital de la Bulgaria dominada por el autócrata Zhívkrov, su marido había sido capitán de policía en uno de los barrios principales de la ciudad, es decir, un maromo con poder, pero poder poder, del tipo omnímodo tan caro a los regímenes comunistas de la época.

 

«Nuestra amiga vivía como una reina de la plebe, agasajada por un estado que agradecía los esfuerzos de su esposo en forma de comodidades y preeminencia social»

Su influjo sobre la población era absoluto y nuestra amiga vivía como una reina de la plebe, agasajada por un estado que agradecía los esfuerzos de su esposo en forma de comodidades y preeminencia social. Según la costumbre eslava, ella misma era conocida en Sofía como «señora Capitana», recibiendo así un respeto reverencial que nada tenía que ver con la condescendencia despreciativa que experimentaba en España, donde la señora capitana debía dedicarse a algo que nunca antes había tenido que hacer: trabajar.

Por esas mismas fechas, derivado de mis lecturas alucinadas de Tolstoi, Dostoievski y todos esos dementes maravillosos de la Rusia zarista, aprendí que a las esposas de los generales se las conocía como «Generalas» y a las de los príncipes (en la Rusia zarista, un príncipe era algo así como un duque, para que nos entendamos, no el hijo del rey, como en nuestra nobleza) se les llamaba «Princesas». Con otros cargos de menor importancia pasaba lo mismo, abundando en una tradición que confería a la consorte el tratamiento (y a veces el poder) de sus cónyuges, otorgándoles instantáneamente, por mor de los acuerdos matrimoniales, unas prerrogativas similares.

Les cuento esto porque el otro día, escuché al Portavoz del PSOE en el Congreso de los Diputados, Patxi López (su extraña deriva de político moderado a hooligan acrítico merece un artículo entero), referirse a la señora del Presidente del Gobierno como «la Presidenta del Gobierno», y no lo dijo en plena calle, en un entorno distendido, sino en los pasillos del hemiciclo, atendiendo a los periodistas, preguntado sobre las historias de Begoña Gómez, un tema que aquí no nos concierne, porque lo verdaderamente importante de esta cuestión es que aún no he oído al portavoz retractarse, disculparse o siquiera tratar de «desfacer el entuerto» aludiendo a un simple lapsus linguae.

Algunos días más tarde, en una cadena de televisión de la que obviaremos el nombre por discreción, uno de sus periodistas aludía a la ausencia de dispositivos de seguridad en el juzgado adonde iría Begoña Gómez, a la que llama sin atisbos de confusión «la presidenta del gobierno».

 

¿Lapsus linguae?

Yo no sé usted, pero no termino de creerme que estos acontecimientos sean lapsus linguae o confusiones derivadas del apresuramiento del directo, sino una descarada (y contraproducente, además de patéticamente servil) asociación entre persona e institución, con el agravante de que la persona en cuestión ni siquiera ejerce funciones remotamente parecidas a la de la presidencia del gobierno. Y le he añadido entre paréntesis lo de «patéticamente servil» porque me ha recordado a «la capitana» de quien les hablaba al principio, acostumbrada a recibir las atenciones y dignidades que conllevaba el cargo de su marido, en un ejemplo de nepotismo descorazonador y algo (mucho) vergonzoso.

Cuando este artículo llegue a sus ojos (si es que aún queda alguien que me lea), lo hará entre la vorágine de la Final de la Eurocopa 2024, ganemos o perdamos, las hazañas de Carlos Alcaraz en Wimbledon y, además, los miles de nuevas noticias que colman la actualidad, en esta especie de huida hacia delante que constituye la realidad política y social española, por lo puede que a usted le parezca ya carente de interés, desactualizado o directamente irrelevante.

Pero yo no puedo quitármelo de la cabeza, oiga, porque entiendo que la salud democrática de cualquier nación reside fundamentalmente en los pequeños detalles, más que en las grandes acciones. Es en el comportamiento diario, en los matices, donde la democracia se asienta y se perpetúa. Por eso me da tanto miedo que se generalice el uso de «la presidenta del gobierno» en relación con la mujer del presidente del Gobierno, porque daría lugar a una confusión peligrosa, más propia de un gobierno dinástico y autoritario en el que las instituciones se diluyen dentro de las personas que de uno realmente democrático y saneado, en el que esas instituciones, si se hacen las cosas correctamente, se sitúan por encima de las personas que las encarnan (y no digamos ya los cónyuges de esas personas).

Así las cosas, con el recuerdo de aquella pinche de cocina búlgara que en su otra vida había sido «capitana», espero que los legisladores actuales se concentren en dejar de insultar la inteligencia de su pueblo con triquiñuelas y falacias argumentales y hagan caso de aquello que sentenciaba Maquiavelo en 'El Príncipe': «Un príncipe necesita contar con la amistad del pueblo, pues de lo contrario no tiene remedio en la adversidad».

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