Por qué prefiero ser resistente que resiliente

Es innecesario, aunque tentador, recordarles la relación proporcional entre ir cumpliendo años y una mayor dificultad para aceptar los cambios culturales o sociales que se van produciendo en la dirección del signo de los tiempos. Vamos, lo que viene siendo “cuanto más viejo, más pellejo”.

Por qué prefiero ser resistente que resiliente

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Es hasta cierto punto normal que ustedes y yo no entendamos bien el engranaje epistemológico que da lugar a la 'Motomami' de Rosalía o que nos suene a turcomano al escuchar a un joven hablar de su 'crush' o de lo random que es todo lo que le rodea. 

Como saben, las sociedades se “ajustan” a la manera en que lo hace la personalidad de los adolescentes con respecto a la generación de sus papis: confrontándose a lo anterior, rechazando los usos y costumbres de quienes les precedieron y transformando los procedimientos de acción como forma de protesta vital y de consolidación generacional. Mi padre me contaba hace años que su padre consideraba a la generación de su hijo en su conjunto una enorme pérdida de tiempo y que la sociedad que él había conocido se descomponía a marchas forzadas y se dirigía al sumidero de la historia (mi abuelo no lo dijo en tales términos, pero ustedes me perdonan las novelerías, háganme el favor). Dicho esto, sean indulgentes conmigo; si les parezco un carca es porque, seguramente, ando convirtiéndome en uno.

Los usos habituales de la lengua española están siendo objeto de revisión social y cultural desde hace ya muchísimo tiempo, empezando con el tristemente famoso concepto de “lenguaje políticamente correcto” hasta el actual y polémico “lenguaje inclusivo”. En ambos casos hemos asistido a transformaciones del lenguaje, podas injustificadas, añadidos forzados o inclusiones foráneas de términos tan conflictivos como “daños colaterales”. Pero yo quisiera hablarles de un tercer elemento de discordia lingüística: la permeabilidad de la lengua a extranjerismos de todo tipo, especialmente desde la irrupción de las redes sociales en nuestras vidas. Y no es que yo me oponga a ello, antes al contrario, son infinidad los términos hermosos o eficaces que han pasado de otras lenguas a la nuestra para enriquecerla (el mismo fútbol resulta muchísimo más elegante que el carpetovetónico balompié, aunque la gente del Betis se me moleste, o el maravilloso vocablo procastinar, que sirve para conceptualizar a todos aquellos que vivimos retrasando, difiriendo, aplazando…). 

A los que me refiero son a aquellos extranjerismos cuyo significado o estructura no se incorporan para mejorar los usos frecuentes de la lengua, sino para subirse al carro de modernismos poco sutiles y ñoñerías feisbuqueras de autoayuda, tan del gusto actual. El ejemplo paradigmático de ello es ese término insufrible que tan poco le gusta a un servidor: resiliencia. 

La resiliencia (del inglés resilience y este, a su vez, del latín resiliens, rebotar o replegarse) es un término que ha pasado recientemente al español por mor de la insistencia machacona de los usos sensibleros y remilgados en las redes sociales, fundamentalmente. Y de ahí al cielo, oiga. La palabrita está hasta en la sopa y todo quisqui se ha apuntado al “carro resiliente”. En cualquier parte de la Red se pueden encontrar artículos titulados de esta forma: 'Doce hábitos que tienen las personas resilientes', 'cómo ser una persona resiliente', 'mejora tu vida a través de la resiliencia' y similares, fácilmente identificables en una búsqueda somera en Google. 

Su significado se relaciona con la capacidad de una persona para adaptarse a las circunstancias (especialmente las negativas) y extraer una ganancia o una experiencia positiva de ello, dando lugar al tan ansiado “crecimiento interior”. Las empresas, sobre todo las güais, buscan perfiles humanos con esta maravillosa cualidad; la gente añade en sus CV esta capacidad para presentarse ante sus posibles empleadores como líderes carismáticos y esas zarandajas molonas de nuestros tiempos, convirtiéndola, por tanto, en un atributo “contratable”, junto a “trabajo muy bien en equipo” o “tengo medio de trasporte propio” y otras joyas del humor patrio; los deportistas de élite asumen la palabra y su significado para vender su filosofía del sacrificio; los economistas (fundamentalmente los de corte liberal o neoliberal) nos invitan a practicar la resiliencia, a resistir los embates del mercado y tratar de hallar la solución a los problemas del mundo o algo así. En definitiva, el término, surgido con mayor fuerza durante los tiempos de pandemia, ha venido para quedarse, como todos los conceptos provenientes del paraíso yanki.  

Entonces, ¿quiere saber usted por qué me molesta la palabrita? Pues yo se lo digo rápidamente, si me permite un par de minutos. La resiliencia, entendida como una capacidad psicológica, funciona en un nivel similar al de la culpabilización de la víctima, es decir, somos nosotros quienes nos convertimos en culpables si nos jode (con perdón) ser despedidos del trabajo o si nos venimos abajo cuando el motor del coche decide hundir nuestras finanzas más aún de lo que ya pudieran estar antes. En el nuevo orden mundial, la tristeza o el abatimiento no están bien vistos; ni siquiera nos dejan ocultarnos en nuestra guarida a lamernos las heridas. Una persona resiliente resurgirá de cualquiera de estas circunstancias, consiguiendo vencer la adversidad mediante su actitud resiliente: “el buen resiliente que resiliencie, buen resiliente será”. A partir de esta imagen, una persona resiliente asumirá, aceptará, se resignará; como diría Junco: “lo siento mucho, la vida es así, no la he inventado yo”. Que mi jefe decide meterme más horas y pagarme menos, pues yo le respondo de resilientes maneras, adaptándome al cambio, porque soy yo y no el cabrón (con perdón) de mi jefe quien debe replantearse su vida, su conciliación familiar o sus gastos mensuales. Además, como agravante, existe la creencia (pues es una creencia) de que la resiliencia se puede mejorar mediante la práctica, como tirar faltas con barrera o empanar lomos. Incluso hay cursos para que usted se matricule en ellos y trabaje su falta de resiliencia y liderazgo. Estos cursos (yo he hecho uno de características similares) disponen de una tesis de inicio, cuando menos, peculiar: la culpa es tuya; en tu mano está la posibilidad de transformación; a través de unos simples pasos, puedes mejorar tu capacidad de liderazgo y tu resiliencia; acepta lo que te ha pasado y sigue adelante. ¿Ven ustedes el truco? No te detengas a reflexionar sobre el hecho, no te opongas al curso de los acontecimientos; adáptate y sigue adelante, transfórmate. Lo sé, lo sé, usted me va a decir que eso no es así, que yo no he entendido el significado o que confundo las cosas, pero no creo andar muy desencaminado. Las trampas ideológicas de la resiliencia están ahí y son bastante claras, especialmente en cuanto a ese nuevo becerro de oro que es la individualidad feroz, donde no hay lugar para la experiencia grupal solidaria.

No sé ustedes, pero yo prefiero resistir que “resilir” (perdonen el palabro). Resistir proviene también del latín, en este caso del verbo resistere, pero en su significado incluye el matiz de “combatir” la adversidad, no de adaptarse a ella; pelear a la contra, sin tener por qué aceptar el signo de los acontecimientos. Si la resiliencia nos invita a adaptarnos, la resistencia nos impele a rechazar, a batallar contra la raíz de lo que nos hace daño o nos perturba. Resistir es lo que hizo la población de Stalingrado durante la II Guerra Mundial, por ponerles un ejemplo pelín dramático; resistir es lo que hacemos cuando reclamamos al jefe nuestras reivindicaciones laborales; resistir es negarse a aceptar necesariamente cualquier suceso, por más que los nuevos gurús ultraliberales nos inviten a ello. No, señora. Yo prefiero ser resistente que resiliente. 

Además, piensen lo difícil que sería cantar el 'Resistiré' del Dúo Dinámico si cambiamos el verbo, ¿se imaginan ustedes?

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