Forlandia y las cosas de la megalomanía

Esta semana, si me lo permiten, les contaré una historia verdaderamente extravagante, como lo son, en el fondo, todas las aventuras desmedidas llevadas a cabo por esas personas que son tragadas por su leyenda de tal manera que resulta imposible, al final, diferenciar a unas de la otras.

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Forlandia y las cosas de la megalomanía

Se dice que los generales romanos, tras haber cosechado una victoria aplastante sobre sus enemigos, se hacían acompañar de un esclavo que le susurraba al oído mientras desfilaba triunfal por la Vía Apia: “¡Mira tras de ti! Recuerda que eres un hombre”, el célebre memento mori. Al protagonista de esta historia bien le hubiera venido de perlas alguien así.

En 1928, el famoso industrial Henry Ford, uno de los hombres más ricos del planeta, decidió fundar una colonia llamada 'Fordlandia' en el corazón de la selva amazónica. Para ello se hizo con unos 20.000 km2 de bosque virgen en el estado de Pará, cuyas costas baña el océano Atlántico, y se puso manos a la obra.

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En un primer momento, tal desatino obedecía a un motivo estratégico: evitar depender de la industria del caucho dominada por ingleses y holandeses. El árbol del caucho, Hevea brasilensis, por si ustedes no lo saben (yo no lo sabía), es autóctono de Brasil. Lo que pasó fue que un naturalista inglés muy espabilado sacó en secreto semillas de este preciado árbol y fastidió para siempre el chiringuito de los cariocas, que vieron cómo su monopolio desaparecía de inmediato en manos de unos tipos mucho más avispados y acostumbrados a hacer del mundo su patio de juegos particular. 

El bueno de Henry, cuyo negocio (fabricar coches) dependía de un acceso barato e ilimitado al caucho, decidió revertir la situación y darles para el pelo a los arrogantes europeos. Recuerden que este maromo había transformado el mundo para siempre unos años antes desarrollando la cadena de montaje que permitió abaratar costes, acortar tiempos de producción y, por ende, lograr sacar al mercado sus automóviles a unos precios revolucionarios. 

Ford no solo buscaba el beneficio económico y la independencia empresarial. Había tenido un sueño y se disponía a recrear su visión costase lo que costase. En su sueño, no solo dispondría de todo el caucho que necesitase, sino que construiría una sociedad utópica, donde estarían vedados el alcohol, el jazz, la farra y el cachondeo; su Fordlandia constituiría la punta de lanza de un nuevo mundo más íntegro, más justo y ecuánime; un mundo sin vicios, entregado a la moral rigurosa, siempre vigilante y algo pacata que profesaba el papi del Ford T. En definitiva: un mundo perfecto. Se ve que nadie le advirtió del espíritu festivo de los brasileños.

   

Pero como ya se pueden imaginar, la propia concepción de la idea estaba destinada al fracaso desde sus inicios. La arrogancia llevada al límite es siempre ridícula. Y si encima se exporta a otros lugares, donde uno piensa que sus habitantes son moralmente inferiores, pues ya ni les digo. Henry Ford se gastó decenas de millones de dólares en construir, en plena selva amazónica, una ciudad típica del medio oeste americano, con sus casas de madera, sus balaustradas, sus iglesias, sus farolas y su cosa americana de las películas y que no hace falta que les explique. El plan de Ford incluía la necesaria visión de que los valores americanos (sea ello lo que fuere) calarían sobre los lugareños y perfeccionaría sus vidas. Y, oiga, si en el proceso se le permitía aumentar su fortuna faraónica en unos cuantos milloncejos más, pues no iba el hombre a quejarse tampoco, ¿no creen?

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Dos cuestiones se aliaron para conducir al fracaso el proyecto de Fordlandia: la jactancia propia del rico que encima se ve como un virtuoso y el desarrollo científico. La jactancia se explica fácilmente; los poderosos no logran evitarla, pero el siguiente ejemplo podría servir para comprender adecuadamente la situación: las plagas se cebaron con las plantaciones desde el primer día, debido a que los técnicos traídos por el empresario americano no prestaron atención a los consejos de los botánicos y sembraron semillas de poca calidad. Podrían haber atendido los requerimientos de los especialistas, pero prefirieron anteponer el rendimiento económico al sentido común; el desastre estaba servido. El desarrollo científico también se alió contra Ford de la siguiente manera: resulta que poco tiempo después de poner en marcha la colonia utópico-industrial, se descubrió la forma de elaborar caucho sintético, mucho más barato y accesible que el natural. El pobre Henry debió asumir el fracaso de su paraíso en la Tierra y, en 1945, devolvió el pueblo al gobierno brasileño. Murió en 1947, considerado una especie de santo patrón del sueño americano. 

Forlandia y las cosas de la megalomanía

Atrás quedaba una ciudad moderna cuyas calles comenzaban a ser invadidas por la selva, que reclamaba lo suyo. El tendido eléctrico se confundió con las copas de los árboles y la vegetación reventó los caminos asfaltados. El bullicio de la maquinaria y de los bailes organizados por la ciudad (bailes castos, todo hay que decirlo) fue suplantado por el fragor del bosque húmedo, repleto de vida. 

Forlandia y las cosas de la megalomanía

Hoy, Fordlandia es lo más parecido a un plató cinematográfico donde se esté rodando una distopia. Aún viven unas doscientas personas cuyas vidas transcurren ajenas al delirante proyecto recreado en la selva por Henry Ford. Todo aquel desastre podría haberse contenido si Ford hubiera seguido los consejos de los especialistas sobre el cultivo del caucho y sobre las dificultades de vivir en plena selva (enfermedades, insectos, tormentas, calor…), pero su megalomanía se lo impidió. Prefirió hundirse pilotando el barco antes de entregar el timón a alguien más experimentado. ¿No les suena esta historia a otras muchas que ya les han contado antes? 

Por cierto, Henry Ford nunca pisó Fordlandia.

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