La gran ola

Primero observarán cómo baja la marea de manera sorprendentemente rápida, luego cómo sube, y otra vez baja y sube, así hasta que en cuestión de diez o doce minutos el mar se retira lejos, muy lejos de donde usted tenía puesta la sombrilla, o del chiringuito en el que se deleitaba con el aroma penetrante y salado de media docena de sardinas asadas. 

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Entonces agárrese, porque en el caso de que no hubiera salido pitando, la gran ola está a punto de hacer que las sardinas esas que tiene usted en el plato, y el plato mismo, desaparezcan hechos trizas por la inmensa fuerza no ya de la gran ola que acaba de elevarse treinta metros por encima del nivel del mar, sino de la enorme potencia de la masa de agua que viene tras ella, empujando con fuerza. Un horror.

La gran ola

En la mañana del primer día de noviembre de 1755, un comerciante cubano que había viajado hasta el puerto de Huelva, salía de la misa de nueve en la Concepción cuando la tierra empezó a temblar. El epicentro de este terremoto se situaba frente al Cabo de San Vicente, en mitad del mar, un maremoto por tanto. Fue de tal magnitud que como relataba este comerciante, que sobrevivió al desastre, en las calles se abrieron enormes grietas que desprendían humos sulfurosos que hacían irrespirable el aire, los edificios se desmoronaban como azucarillos y la gente corría sin sentido presa del pánico.

Hay más curiosidades y anécdotas en la carta que dirige el cubano a su familia, pliegos de los que conserva copia un reconocido coleccionista e historiador onubense, el mismo que encontrara en el archivo de San Pedro la partida de nacimiento de doña Luisa Francisca Pérez de Guzmán y Sandoval, reina de Portugal, olvidada en el callejero y en la memoria de la Huelva de hoy como tantos otros personajes ilustres: el inmenso poeta Ibn Hazm, o el santo Dúnala, por mentar a dos paisanos que sonreirán en la lejanía del tiempo y de la gloria mientras los alcaldes de hoy se rotulan nombres de parques y calles los unos a los otros. Pobres.

La gran ola

En su epístola, el cubano relata cómo el médico de la pequeña villa que a mediados del XVIII era Huelva, lejos de ayudar a sus semejantes en apuros, corría como un gamo y tomaba el rumbo del puente que comunicaba la zona portuaria (entonces situada al final de la calle del Puerto, de ahí su nombre) para ponerse a salvo en el despoblado de la Vega Larga (San José, Independencia, Molino de la Vega…), donde había salinas y hasta molino mareal, quiere decirse tierras bajas y sin defensa alguna ante el tsunami que estaba por llegar, por la gran ola que los onubenses de entonces, como los de ahora, no tenían ni repajolera idea de cómo iba a ser de enorme y destructora. Del médico probablemente no se encontraría ni su sombra, tras ser alcanzado en zona tan desprotegida su tembloroso cuerpo. En realidad de todos los onubenses que poblaban la parte baja de la ciudad poco quedaría, si es que quedó algo. Un desastre, ya les digo.

Un desajuste en la enorme y compleja zona de fricción de las placas euroasiática y africana, en esta zona que tan pronto olvidó aquel desastre, se puede dar en cualquier otro momento. Es imposible saber con exactitud en cuál, igual cuando usted esté leyendo estas torpes líneas la tierra empiece a temblar, o lo hará dentro de doscientos años, cuando todos estemos calvos, pero de que bajo nuestros pies hay excesiva inestabilidad, no tengan la menor duda. Constantemente se producen sismos en este inmenso arco costero, en alguna de las innumerables líneas de falla trazadas bajo este agradable mar que acaricia las hermosísimas costas onubenses. El problema es saber cuándo, pero sobre todo saber qué hacer.

El Ilustrísimo y Excelentísimo Ayuntamiento de Huelva no tiene un plan de evacuación, ni de socorro ni de nada. Si se produjera un maremoto y la gran ola alcanzara nuestras costas, aplastará las confiadas ciudades del litoral onubense, a la mayoría de la población la cogería en pelotas. Ni en los colegios ni en un puñetero folleto explicativo se advierte de que es menester abandonar la parte baja de la ciudad, subir a la parte alta; a los cabezos no, porque ya los tienen vallados para que no se pueda acceder a ellos, pero sí a cualquier parte lo suficientemente alta y alejada de edificios de los que se puedan desprender cornisas o una maceta de geranios. Tampoco se recomienda salir corriendo, porque incluso dando un paseo, aunque la cosa no esté para pasear, hay tiempo para acceder a la zona más elevada de la ciudad, que es casi toda ella. Aunque nos lo nieguen de forma constante, Huelva es una ciudad elevada entre dos ríos.

La gran ola

El río Tinto está hoy ocupado en su tramo final por 120 millones de toneladas de fosfoyesos, una formación inestable que envenena lenta pero inexorablemente nuestras costas. No hace falta contarles a dónde puede llegar este karst de materiales tóxicos y hasta radiactivos, pero a mi querido Manolo Mora, historiador que tiene la suerte de vivir en ese hermoso y encantador pueblo que es Lucena del Puerto, cualquiera le aguanta luego reclamando que se lleven los fosfoyesos de las plazas y calles de su pueblo, y se preguntará en qué estaban pensando los mamahostias de turno cuando tuvieron la ocurrencia de permitir que se acumulara semejante despropósito en el río Tinto. Todos sabemos que los responsables, empresarios y políticos, ya empiezan a sentarse en el banquillo de los acusados o están en vísperas de ser llamados, e incluso alguna condena firme hay ya (esperemos que esto sea solo el comienzo de la función).

El otro río, el Odiel, donde la morena mía mojaba su mata de pelo y nos bañábamos todos de chicos, quedan aún algunas factorías en activo. Pocas y desprotegidas ante desastres como este de la gran ola que tarde o temprano llegará. En el caso de las industrias establecidas en el puerto exterior, están mucho menos protegidas que las establecidas en la capital onubense, pues si nosotros tenemos por delante a la punta de la Umbría o a las islas de Enmedio, Saltés y Bacuta, ellos no tienen más que la delgada línea formada por los pedruscos del espigón, los cuales se encargarán de golpear contra los enormes depósitos que albergan un tercio de las reservas petrolíferas de España, o contra los que contengan en su interior ácidos, cloros y otras barbaridades que provocarán una nube tóxica que, si los vientos de ese día son los dominantes en estas costas, los de poniente, no dejaran un pato vivo en Doñana y los sevillanos, se arrepentirán de haberse burlado de nosotros con ese dicho popular que reza “de poniente, ni el viento ni la gente”.

La gran ola

Por un lado el temblor y el abrirse en grietas de humos sulfurosos en las calles, plazas y avenidas de la ciudad, el desmoronarse de sólidos edificios: el maremoto. Luego la gran ola que todo lo arrasará, el tsunami. Y para terminar de liarla la gran nube tóxica que todavía no tiene nombre, pero que la nueva corporación municipal debería encargarse ya de convocar un concurso de ideas para que la historia identifique a la estupidez humana en forma de masa de aire venenoso. A ver, si tsunami viene de las palabras niponas tsu (puerto) y nami (ola), a esta nueva palabra le podríamos llamar con los modismos choqueros muelle (puerto) y maruji (ventolera desagradable), por lo tanto me apunto al concurso con la palabra muelluji. Igual gano, quién sabe.

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