Las cuevas de La Joya

Fueron los cabezos siempre lugar de expansión de los onubenses, parques no declarados donde jugábamos al fútbol o nos peleábamos a pedradas escondidos entre sus cárcavas, por donde se aventuraban los niños recorriendo grietas y cuevas, o por los que se paseaba, por donde se encontraban los amores furtivos o el lugar ideal para en otoño volar pandorgas.

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 Acaban de descubrir las cuevas por las que transitó nuestra niñez. Por las indicaciones que dan los descubridores, debe ser la que se abría frente a la desembocadura de la calle Fray Juan Pérez con la de Fray Junípero Serra, en la Joya, por el frente de los cabezos que recorría el tío Pijanca[i] con sus cochinos. Esa cueva quedó tapada cuando se peinó el cabezo que hubo donde hoy está la urbanización de Villa Conchita[ii].  Era un laberinto de cuevas a los ojos de un niño, de los niños que lanzábamos piedras en mitad de aquellas galerías subterráneas a un pozo abierto, piedras que nunca se oían golpear en fondo alguno, razón por la cual se aseguraba con rotundidad que ese pozo debía de llegar, aproximadamente, al centro de la Tierra, como poco, si no es que la trascalaba[iii]. Recorrer aquellos vericuetos daba canguelo, no crean. Al poco de adentrarte en la cueva desaparecía la luz y la oscuridad la salvábamos con cerillas, sobre todo cuando andábamos por las cercanías del pozo, abierto en el suelo sin más. Al otro lado de la entrada estaba el chalé del Sordo, un edificio neogótico que como tantos de interés en esta ciudad gobernada desde hace tantísimos años por quienes al no conocerla no la pueden amar, fue condenado a la picota. Aquel edificio fue escuela de Magisterio, que yo sepa, después de que muriera el mayor capitalista en la Huelva que transitaba del siglo XIX al XX, el Sordo residente en aquella magnífica vivienda a cuyo patio trasero, en el que las armas cedieron su lugar a geranios y aspidistras, llegaba la cueva del cabezo de La Joya. Como todas las viviendas de la zona, y esta no podía ser menos, se aprovechaba la facilidad de horadar margas y calizas para hacer del interior del cabezo habitación. Es de suponer que el Sordo la utilizara de almacén, incluso de fresquera en verano, pero lo cierto es que cuando yo la conocí y recorría por pura diversión, ya el chalé estaba abandonado y en aquella estancia, en la que desembocaba la cueva, había un montón de cachivaches, baúles con papeles y carpetas dentro, banderas, mapas de los que se usaban en los colegios y hasta un esqueleto para el estudio de la anatomía, es de suponer que todo procedente de la Escuela de Magisterio. Y desde esa sala, de la que no osábamos coger nada porque ya les repito que por las cuevas se transitaba con un respeto animado por el miedo, se abría la cueva del cabezo de La Joya, esa misma que ahora acaban de descubrir. Cuando la estén excavando, y si pudieran ser tan amables, puede que encuentren una moneda de diez reales, una fortuna en aquellos tiempos, que era como las de peseta pero más grande. Pues bien, es mía. Me la devuelven porque era para pagar las fornituras[iv] en el colegio y ni se imaginan la bronca que me echaron por perderla, y debió ser por allí, puede que se me cayera desde el bolsillo del pantalón corto a la blandura de las arcillas[v] del cabezo cuando me agaché al agujero aquel, negro y silencioso, donde lanzábamos piedras por ver si las oíamos caer, pero no, nunca las pudimos oír. Igual es verdad y el pozo lleva directamente al centro de la Tierra. Vayan ustedes a saber.

Las cuevas de La Joya

 Acaban de descubrir las cuevas por las que transitó nuestra niñez. Por las indicaciones que dan los descubridores, debe ser la que se abría frente a la desembocadura de la calle Fray Juan Pérez con la de Fray Junípero Serra, en la Joya, por el frente de los cabezos que recorría el tío Pijanca[i] con sus cochinos. Esa cueva quedó tapada cuando se peinó el cabezo que hubo donde hoy está la urbanización de Villa Conchita[ii].  Era un laberinto de cuevas a los ojos de un niño, de los niños que lanzábamos piedras en mitad de aquellas galerías subterráneas a un pozo abierto, piedras que nunca se oían golpear en fondo alguno, razón por la cual se aseguraba con rotundidad que ese pozo debía de llegar, aproximadamente, al centro de la Tierra, como poco, si no es que la trascalaba[iii]. Recorrer aquellos vericuetos daba canguelo, no crean. Al poco de adentrarte en la cueva desaparecía la luz y la oscuridad la salvábamos con cerillas, sobre todo cuando andábamos por las cercanías del pozo, abierto en el suelo sin más. Al otro lado de la entrada estaba el chalé del Sordo, un edificio neogótico que como tantos de interés en esta ciudad gobernada desde hace tantísimos años por quienes al no conocerla no la pueden amar, fue condenado a la picota. Aquel edificio fue escuela de Magisterio, que yo sepa, después de que muriera el mayor capitalista en la Huelva que transitaba del siglo XIX al XX, el Sordo residente en aquella magnífica vivienda a cuyo patio trasero, en el que las armas cedieron su lugar a geranios y aspidistras, llegaba la cueva del cabezo de La Joya. Como todas las viviendas de la zona, y esta no podía ser menos, se aprovechaba la facilidad de horadar margas y calizas para hacer del interior del cabezo habitación. Es de suponer que el Sordo la utilizara de almacén, incluso de fresquera en verano, pero lo cierto es que cuando yo la conocí y recorría por pura diversión, ya el chalé estaba abandonado y en aquella estancia, en la que desembocaba la cueva, había un montón de cachivaches, baúles con papeles y carpetas dentro, banderas, mapas de los que se usaban en los colegios y hasta un esqueleto para el estudio de la anatomía, es de suponer que todo procedente de la Escuela de Magisterio. Y desde esa sala, de la que no osábamos coger nada porque ya les repito que por las cuevas se transitaba con un respeto animado por el miedo, se abría la cueva del cabezo de La Joya, esa misma que ahora acaban de descubrir. Cuando la estén excavando, y si pudieran ser tan amables, puede que encuentren una moneda de diez reales, una fortuna en aquellos tiempos, que era como las de peseta pero más grande. Pues bien, es mía. Me la devuelven porque era para pagar las fornituras[iv] en el colegio y ni se imaginan la bronca que me echaron por perderla, y debió ser por allí, puede que se me cayera desde el bolsillo del pantalón corto a la blandura de las arcillas[v] del cabezo cuando me agaché al agujero aquel, negro y silencioso, donde lanzábamos piedras por ver si las oíamos caer, pero no, nunca las pudimos oír. Igual es verdad y el pozo lleva directamente al centro de la Tierra. Vayan ustedes a saber.[i] Un dicho onubense en desuso: tienes más mierda que los cochinos del tío Pijanca.[ii] También se peinó el que quedaba al otro lado de lo que hoy es una avenida, por la calle que conecta con Pablo Rada. En este desaparecido cabezo estaba el campo de fútbol donde jugábamos los del Colegio Francés, entre nosotros mismos o a veces con los niños de algún barrio o colegio que nos retaba. Lo normal es que el encuentro, en estos casos, terminara  a pedradas.

Recorrer aquellos vericuetos daba canguelo, no crean. Al poco de adentrarte en la cueva desaparecía la luz y la oscuridad la salvábamos con cerillas, sobre todo cuando andábamos por las cercanías del pozo, abierto en el suelo sin más. Al otro lado de la entrada estaba el chalé del Sordo, un edificio neogótico que como tantos de interés en esta ciudad gobernada desde hace tantísimos años por quienes al no conocerla no la pueden amar, fue condenado a la picota.

Aquel edificio fue escuela de Magisterio, que yo sepa, después de que muriera el mayor capitalista en la Huelva que transitaba del siglo XIX al XX, el Sordo residente en aquella magnífica vivienda a cuyo patio trasero, en el que las armas cedieron su lugar a geranios y aspidistras, llegaba la cueva del cabezo de La Joya.

Como todas las viviendas de la zona, y esta no podía ser menos, se aprovechaba la facilidad de horadar margas y calizas para hacer del interior del cabezo habitación. Es de suponer que el Sordo la utilizara de almacén, incluso de fresquera en verano, pero lo cierto es que cuando yo la conocí y recorría por pura diversión, ya el chalé estaba abandonado y en aquella estancia, en la que desembocaba la cueva, había un montón de cachivaches, baúles con papeles y carpetas dentro, banderas, mapas de los que se usaban en los colegios y hasta un esqueleto para el estudio de la anatomía, es de suponer que todo procedente de la Escuela de Magisterio. Y desde esa sala, de la que no osábamos coger nada porque ya les repito que por las cuevas se transitaba con un respeto animado por el miedo, se abría la cueva del cabezo de La Joya, esa misma que ahora acaban de descubrir.

Las cuevas de La Joya

 Acaban de descubrir las cuevas por las que transitó nuestra niñez. Por las indicaciones que dan los descubridores, debe ser la que se abría frente a la desembocadura de la calle Fray Juan Pérez con la de Fray Junípero Serra, en la Joya, por el frente de los cabezos que recorría el tío Pijanca[i] con sus cochinos. Esa cueva quedó tapada cuando se peinó el cabezo que hubo donde hoy está la urbanización de Villa Conchita[ii].  Era un laberinto de cuevas a los ojos de un niño, de los niños que lanzábamos piedras en mitad de aquellas galerías subterráneas a un pozo abierto, piedras que nunca se oían golpear en fondo alguno, razón por la cual se aseguraba con rotundidad que ese pozo debía de llegar, aproximadamente, al centro de la Tierra, como poco, si no es que la trascalaba[iii]. Recorrer aquellos vericuetos daba canguelo, no crean. Al poco de adentrarte en la cueva desaparecía la luz y la oscuridad la salvábamos con cerillas, sobre todo cuando andábamos por las cercanías del pozo, abierto en el suelo sin más. Al otro lado de la entrada estaba el chalé del Sordo, un edificio neogótico que como tantos de interés en esta ciudad gobernada desde hace tantísimos años por quienes al no conocerla no la pueden amar, fue condenado a la picota. Aquel edificio fue escuela de Magisterio, que yo sepa, después de que muriera el mayor capitalista en la Huelva que transitaba del siglo XIX al XX, el Sordo residente en aquella magnífica vivienda a cuyo patio trasero, en el que las armas cedieron su lugar a geranios y aspidistras, llegaba la cueva del cabezo de La Joya. Como todas las viviendas de la zona, y esta no podía ser menos, se aprovechaba la facilidad de horadar margas y calizas para hacer del interior del cabezo habitación. Es de suponer que el Sordo la utilizara de almacén, incluso de fresquera en verano, pero lo cierto es que cuando yo la conocí y recorría por pura diversión, ya el chalé estaba abandonado y en aquella estancia, en la que desembocaba la cueva, había un montón de cachivaches, baúles con papeles y carpetas dentro, banderas, mapas de los que se usaban en los colegios y hasta un esqueleto para el estudio de la anatomía, es de suponer que todo procedente de la Escuela de Magisterio. Y desde esa sala, de la que no osábamos coger nada porque ya les repito que por las cuevas se transitaba con un respeto animado por el miedo, se abría la cueva del cabezo de La Joya, esa misma que ahora acaban de descubrir. Cuando la estén excavando, y si pudieran ser tan amables, puede que encuentren una moneda de diez reales, una fortuna en aquellos tiempos, que era como las de peseta pero más grande. Pues bien, es mía. Me la devuelven porque era para pagar las fornituras[iv] en el colegio y ni se imaginan la bronca que me echaron por perderla, y debió ser por allí, puede que se me cayera desde el bolsillo del pantalón corto a la blandura de las arcillas[v] del cabezo cuando me agaché al agujero aquel, negro y silencioso, donde lanzábamos piedras por ver si las oíamos caer, pero no, nunca las pudimos oír. Igual es verdad y el pozo lleva directamente al centro de la Tierra. Vayan ustedes a saber.[i] Un dicho onubense en desuso: tienes más mierda que los cochinos del tío Pijanca.[ii] También se peinó el que quedaba al otro lado de lo que hoy es una avenida, por la calle que conecta con Pablo Rada. En este desaparecido cabezo estaba el campo de fútbol donde jugábamos los del Colegio Francés, entre nosotros mismos o a veces con los niños de algún barrio o colegio que nos retaba. Lo normal es que el encuentro, en estos casos, terminara  a pedradas.[iii] De trascalar, localismo. Atravesar un objeto de parte a parte.

 Acaban de descubrir las cuevas por las que transitó nuestra niñez. Por las indicaciones que dan los descubridores, debe ser la que se abría frente a la desembocadura de la calle Fray Juan Pérez con la de Fray Junípero Serra, en la Joya, por el frente de los cabezos que recorría el tío Pijanca[i] con sus cochinos. Esa cueva quedó tapada cuando se peinó el cabezo que hubo donde hoy está la urbanización de Villa Conchita[ii].  Era un laberinto de cuevas a los ojos de un niño, de los niños que lanzábamos piedras en mitad de aquellas galerías subterráneas a un pozo abierto, piedras que nunca se oían golpear en fondo alguno, razón por la cual se aseguraba con rotundidad que ese pozo debía de llegar, aproximadamente, al centro de la Tierra, como poco, si no es que la trascalaba[iii]. Recorrer aquellos vericuetos daba canguelo, no crean. Al poco de adentrarte en la cueva desaparecía la luz y la oscuridad la salvábamos con cerillas, sobre todo cuando andábamos por las cercanías del pozo, abierto en el suelo sin más. Al otro lado de la entrada estaba el chalé del Sordo, un edificio neogótico que como tantos de interés en esta ciudad gobernada desde hace tantísimos años por quienes al no conocerla no la pueden amar, fue condenado a la picota. Aquel edificio fue escuela de Magisterio, que yo sepa, después de que muriera el mayor capitalista en la Huelva que transitaba del siglo XIX al XX, el Sordo residente en aquella magnífica vivienda a cuyo patio trasero, en el que las armas cedieron su lugar a geranios y aspidistras, llegaba la cueva del cabezo de La Joya. Como todas las viviendas de la zona, y esta no podía ser menos, se aprovechaba la facilidad de horadar margas y calizas para hacer del interior del cabezo habitación. Es de suponer que el Sordo la utilizara de almacén, incluso de fresquera en verano, pero lo cierto es que cuando yo la conocí y recorría por pura diversión, ya el chalé estaba abandonado y en aquella estancia, en la que desembocaba la cueva, había un montón de cachivaches, baúles con papeles y carpetas dentro, banderas, mapas de los que se usaban en los colegios y hasta un esqueleto para el estudio de la anatomía, es de suponer que todo procedente de la Escuela de Magisterio. Y desde esa sala, de la que no osábamos coger nada porque ya les repito que por las cuevas se transitaba con un respeto animado por el miedo, se abría la cueva del cabezo de La Joya, esa misma que ahora acaban de descubrir. Cuando la estén excavando, y si pudieran ser tan amables, puede que encuentren una moneda de diez reales, una fortuna en aquellos tiempos, que era como las de peseta pero más grande. Pues bien, es mía. Me la devuelven porque era para pagar las fornituras[iv] en el colegio y ni se imaginan la bronca que me echaron por perderla, y debió ser por allí, puede que se me cayera desde el bolsillo del pantalón corto a la blandura de las arcillas[v] del cabezo cuando me agaché al agujero aquel, negro y silencioso, donde lanzábamos piedras por ver si las oíamos caer, pero no, nunca las pudimos oír. Igual es verdad y el pozo lleva directamente al centro de la Tierra. Vayan ustedes a saber.

 Acaban de descubrir las cuevas por las que transitó nuestra niñez. Por las indicaciones que dan los descubridores, debe ser la que se abría frente a la desembocadura de la calle Fray Juan Pérez con la de Fray Junípero Serra, en la Joya, por el frente de los cabezos que recorría el tío Pijanca[i] con sus cochinos. Esa cueva quedó tapada cuando se peinó el cabezo que hubo donde hoy está la urbanización de Villa Conchita[ii].  Era un laberinto de cuevas a los ojos de un niño, de los niños que lanzábamos piedras en mitad de aquellas galerías subterráneas a un pozo abierto, piedras que nunca se oían golpear en fondo alguno, razón por la cual se aseguraba con rotundidad que ese pozo debía de llegar, aproximadamente, al centro de la Tierra, como poco, si no es que la trascalaba[iii]. Recorrer aquellos vericuetos daba canguelo, no crean. Al poco de adentrarte en la cueva desaparecía la luz y la oscuridad la salvábamos con cerillas, sobre todo cuando andábamos por las cercanías del pozo, abierto en el suelo sin más. Al otro lado de la entrada estaba el chalé del Sordo, un edificio neogótico que como tantos de interés en esta ciudad gobernada desde hace tantísimos años por quienes al no conocerla no la pueden amar, fue condenado a la picota. Aquel edificio fue escuela de Magisterio, que yo sepa, después de que muriera el mayor capitalista en la Huelva que transitaba del siglo XIX al XX, el Sordo residente en aquella magnífica vivienda a cuyo patio trasero, en el que las armas cedieron su lugar a geranios y aspidistras, llegaba la cueva del cabezo de La Joya. Como todas las viviendas de la zona, y esta no podía ser menos, se aprovechaba la facilidad de horadar margas y calizas para hacer del interior del cabezo habitación. Es de suponer que el Sordo la utilizara de almacén, incluso de fresquera en verano, pero lo cierto es que cuando yo la conocí y recorría por pura diversión, ya el chalé estaba abandonado y en aquella estancia, en la que desembocaba la cueva, había un montón de cachivaches, baúles con papeles y carpetas dentro, banderas, mapas de los que se usaban en los colegios y hasta un esqueleto para el estudio de la anatomía, es de suponer que todo procedente de la Escuela de Magisterio. Y desde esa sala, de la que no osábamos coger nada porque ya les repito que por las cuevas se transitaba con un respeto animado por el miedo, se abría la cueva del cabezo de La Joya, esa misma que ahora acaban de descubrir. Cuando la estén excavando, y si pudieran ser tan amables, puede que encuentren una moneda de diez reales, una fortuna en aquellos tiempos, que era como las de peseta pero más grande. Pues bien, es mía. Me la devuelven porque era para pagar las fornituras[iv] en el colegio y ni se imaginan la bronca que me echaron por perderla, y debió ser por allí, puede que se me cayera desde el bolsillo del pantalón corto a la blandura de las arcillas[v] del cabezo cuando me agaché al agujero aquel, negro y silencioso, donde lanzábamos piedras por ver si las oíamos caer, pero no, nunca las pudimos oír. Igual es verdad y el pozo lleva directamente al centro de la Tierra. Vayan ustedes a saber.[i] Un dicho onubense en desuso: tienes más mierda que los cochinos del tío Pijanca.

 Acaban de descubrir las cuevas por las que transitó nuestra niñez. Por las indicaciones que dan los descubridores, debe ser la que se abría frente a la desembocadura de la calle Fray Juan Pérez con la de Fray Junípero Serra, en la Joya, por el frente de los cabezos que recorría el tío Pijanca[i] con sus cochinos. Esa cueva quedó tapada cuando se peinó el cabezo que hubo donde hoy está la urbanización de Villa Conchita[ii].  Era un laberinto de cuevas a los ojos de un niño, de los niños que lanzábamos piedras en mitad de aquellas galerías subterráneas a un pozo abierto, piedras que nunca se oían golpear en fondo alguno, razón por la cual se aseguraba con rotundidad que ese pozo debía de llegar, aproximadamente, al centro de la Tierra, como poco, si no es que la trascalaba[iii]. Recorrer aquellos vericuetos daba canguelo, no crean. Al poco de adentrarte en la cueva desaparecía la luz y la oscuridad la salvábamos con cerillas, sobre todo cuando andábamos por las cercanías del pozo, abierto en el suelo sin más. Al otro lado de la entrada estaba el chalé del Sordo, un edificio neogótico que como tantos de interés en esta ciudad gobernada desde hace tantísimos años por quienes al no conocerla no la pueden amar, fue condenado a la picota. Aquel edificio fue escuela de Magisterio, que yo sepa, después de que muriera el mayor capitalista en la Huelva que transitaba del siglo XIX al XX, el Sordo residente en aquella magnífica vivienda a cuyo patio trasero, en el que las armas cedieron su lugar a geranios y aspidistras, llegaba la cueva del cabezo de La Joya. Como todas las viviendas de la zona, y esta no podía ser menos, se aprovechaba la facilidad de horadar margas y calizas para hacer del interior del cabezo habitación. Es de suponer que el Sordo la utilizara de almacén, incluso de fresquera en verano, pero lo cierto es que cuando yo la conocí y recorría por pura diversión, ya el chalé estaba abandonado y en aquella estancia, en la que desembocaba la cueva, había un montón de cachivaches, baúles con papeles y carpetas dentro, banderas, mapas de los que se usaban en los colegios y hasta un esqueleto para el estudio de la anatomía, es de suponer que todo procedente de la Escuela de Magisterio. Y desde esa sala, de la que no osábamos coger nada porque ya les repito que por las cuevas se transitaba con un respeto animado por el miedo, se abría la cueva del cabezo de La Joya, esa misma que ahora acaban de descubrir. Cuando la estén excavando, y si pudieran ser tan amables, puede que encuentren una moneda de diez reales, una fortuna en aquellos tiempos, que era como las de peseta pero más grande. Pues bien, es mía. Me la devuelven porque era para pagar las fornituras[iv] en el colegio y ni se imaginan la bronca que me echaron por perderla, y debió ser por allí, puede que se me cayera desde el bolsillo del pantalón corto a la blandura de las arcillas[v] del cabezo cuando me agaché al agujero aquel, negro y silencioso, donde lanzábamos piedras por ver si las oíamos caer, pero no, nunca las pudimos oír. Igual es verdad y el pozo lleva directamente al centro de la Tierra. Vayan ustedes a saber.[i] Un dicho onubense en desuso: tienes más mierda que los cochinos del tío Pijanca.[ii] También se peinó el que quedaba al otro lado de lo que hoy es una avenida, por la calle que conecta con Pablo Rada. En este desaparecido cabezo estaba el campo de fútbol donde jugábamos los del Colegio Francés, entre nosotros mismos o a veces con los niños de algún barrio o colegio que nos retaba. Lo normal es que el encuentro, en estos casos, terminara  a pedradas.

 Acaban de descubrir las cuevas por las que transitó nuestra niñez. Por las indicaciones que dan los descubridores, debe ser la que se abría frente a la desembocadura de la calle Fray Juan Pérez con la de Fray Junípero Serra, en la Joya, por el frente de los cabezos que recorría el tío Pijanca[i] con sus cochinos. Esa cueva quedó tapada cuando se peinó el cabezo que hubo donde hoy está la urbanización de Villa Conchita[ii].  Era un laberinto de cuevas a los ojos de un niño, de los niños que lanzábamos piedras en mitad de aquellas galerías subterráneas a un pozo abierto, piedras que nunca se oían golpear en fondo alguno, razón por la cual se aseguraba con rotundidad que ese pozo debía de llegar, aproximadamente, al centro de la Tierra, como poco, si no es que la trascalaba[iii]. Recorrer aquellos vericuetos daba canguelo, no crean. Al poco de adentrarte en la cueva desaparecía la luz y la oscuridad la salvábamos con cerillas, sobre todo cuando andábamos por las cercanías del pozo, abierto en el suelo sin más. Al otro lado de la entrada estaba el chalé del Sordo, un edificio neogótico que como tantos de interés en esta ciudad gobernada desde hace tantísimos años por quienes al no conocerla no la pueden amar, fue condenado a la picota. Aquel edificio fue escuela de Magisterio, que yo sepa, después de que muriera el mayor capitalista en la Huelva que transitaba del siglo XIX al XX, el Sordo residente en aquella magnífica vivienda a cuyo patio trasero, en el que las armas cedieron su lugar a geranios y aspidistras, llegaba la cueva del cabezo de La Joya. Como todas las viviendas de la zona, y esta no podía ser menos, se aprovechaba la facilidad de horadar margas y calizas para hacer del interior del cabezo habitación. Es de suponer que el Sordo la utilizara de almacén, incluso de fresquera en verano, pero lo cierto es que cuando yo la conocí y recorría por pura diversión, ya el chalé estaba abandonado y en aquella estancia, en la que desembocaba la cueva, había un montón de cachivaches, baúles con papeles y carpetas dentro, banderas, mapas de los que se usaban en los colegios y hasta un esqueleto para el estudio de la anatomía, es de suponer que todo procedente de la Escuela de Magisterio. Y desde esa sala, de la que no osábamos coger nada porque ya les repito que por las cuevas se transitaba con un respeto animado por el miedo, se abría la cueva del cabezo de La Joya, esa misma que ahora acaban de descubrir. Cuando la estén excavando, y si pudieran ser tan amables, puede que encuentren una moneda de diez reales, una fortuna en aquellos tiempos, que era como las de peseta pero más grande. Pues bien, es mía. Me la devuelven porque era para pagar las fornituras[iv] en el colegio y ni se imaginan la bronca que me echaron por perderla, y debió ser por allí, puede que se me cayera desde el bolsillo del pantalón corto a la blandura de las arcillas[v] del cabezo cuando me agaché al agujero aquel, negro y silencioso, donde lanzábamos piedras por ver si las oíamos caer, pero no, nunca las pudimos oír. Igual es verdad y el pozo lleva directamente al centro de la Tierra. Vayan ustedes a saber.[i] Un dicho onubense en desuso: tienes más mierda que los cochinos del tío Pijanca.[ii] También se peinó el que quedaba al otro lado de lo que hoy es una avenida, por la calle que conecta con Pablo Rada. En este desaparecido cabezo estaba el campo de fútbol donde jugábamos los del Colegio Francés, entre nosotros mismos o a veces con los niños de algún barrio o colegio que nos retaba. Lo normal es que el encuentro, en estos casos, terminara  a pedradas.[iii] De trascalar, localismo. Atravesar un objeto de parte a parte.

 Acaban de descubrir las cuevas por las que transitó nuestra niñez. Por las indicaciones que dan los descubridores, debe ser la que se abría frente a la desembocadura de la calle Fray Juan Pérez con la de Fray Junípero Serra, en la Joya, por el frente de los cabezos que recorría el tío Pijanca[i] con sus cochinos. Esa cueva quedó tapada cuando se peinó el cabezo que hubo donde hoy está la urbanización de Villa Conchita[ii].  Era un laberinto de cuevas a los ojos de un niño, de los niños que lanzábamos piedras en mitad de aquellas galerías subterráneas a un pozo abierto, piedras que nunca se oían golpear en fondo alguno, razón por la cual se aseguraba con rotundidad que ese pozo debía de llegar, aproximadamente, al centro de la Tierra, como poco, si no es que la trascalaba[iii]. Recorrer aquellos vericuetos daba canguelo, no crean. Al poco de adentrarte en la cueva desaparecía la luz y la oscuridad la salvábamos con cerillas, sobre todo cuando andábamos por las cercanías del pozo, abierto en el suelo sin más. Al otro lado de la entrada estaba el chalé del Sordo, un edificio neogótico que como tantos de interés en esta ciudad gobernada desde hace tantísimos años por quienes al no conocerla no la pueden amar, fue condenado a la picota. Aquel edificio fue escuela de Magisterio, que yo sepa, después de que muriera el mayor capitalista en la Huelva que transitaba del siglo XIX al XX, el Sordo residente en aquella magnífica vivienda a cuyo patio trasero, en el que las armas cedieron su lugar a geranios y aspidistras, llegaba la cueva del cabezo de La Joya. Como todas las viviendas de la zona, y esta no podía ser menos, se aprovechaba la facilidad de horadar margas y calizas para hacer del interior del cabezo habitación. Es de suponer que el Sordo la utilizara de almacén, incluso de fresquera en verano, pero lo cierto es que cuando yo la conocí y recorría por pura diversión, ya el chalé estaba abandonado y en aquella estancia, en la que desembocaba la cueva, había un montón de cachivaches, baúles con papeles y carpetas dentro, banderas, mapas de los que se usaban en los colegios y hasta un esqueleto para el estudio de la anatomía, es de suponer que todo procedente de la Escuela de Magisterio. Y desde esa sala, de la que no osábamos coger nada porque ya les repito que por las cuevas se transitaba con un respeto animado por el miedo, se abría la cueva del cabezo de La Joya, esa misma que ahora acaban de descubrir. Cuando la estén excavando, y si pudieran ser tan amables, puede que encuentren una moneda de diez reales, una fortuna en aquellos tiempos, que era como las de peseta pero más grande. Pues bien, es mía. Me la devuelven porque era para pagar las fornituras[iv] en el colegio y ni se imaginan la bronca que me echaron por perderla, y debió ser por allí, puede que se me cayera desde el bolsillo del pantalón corto a la blandura de las arcillas[v] del cabezo cuando me agaché al agujero aquel, negro y silencioso, donde lanzábamos piedras por ver si las oíamos caer, pero no, nunca las pudimos oír. Igual es verdad y el pozo lleva directamente al centro de la Tierra. Vayan ustedes a saber.[i] Un dicho onubense en desuso: tienes más mierda que los cochinos del tío Pijanca.[ii] También se peinó el que quedaba al otro lado de lo que hoy es una avenida, por la calle que conecta con Pablo Rada. En este desaparecido cabezo estaba el campo de fútbol donde jugábamos los del Colegio Francés, entre nosotros mismos o a veces con los niños de algún barrio o colegio que nos retaba. Lo normal es que el encuentro, en estos casos, terminara  a pedradas.[iii] De trascalar, localismo. Atravesar un objeto de parte a parte.[iv] Del francés fournitures, suministros. La señorita Manolita al pasar lista anotaba lo que necesitaba cada cual para las tareas propias en el colegio, lápices, sacapuntas, una libreta, un cartabón o una goma de borrar, lo que fuera. “Bonjour, ¿qui a besoin de fournitures?

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