cuento de navidad
El divino
Como ya es tradición, el escritor ayamontino Jesús González Francisco, columnista de Huelva24, comparte con sus lectores un cuento de navidad nada clásico
Lo demás ya se irá viendo
El Divino, capaz de animar un velatorio, confortar a un amigo en dificultades, organizar una fiesta flamenca o gastarse la mitad de su sueldo de oficial de albañil en una francachela mitológica un viernes por la tarde, odiaba la Navidad.
El tiempo de estas fechas lo ponía de mal humor; el invierno, en general, lo ponía de mal humor. El frío, la lluvia y el viento le impedían estar en la calle tanto como le gustaba. En el Chispito, sin embargo, se estaba bien: un cante por aquí, un dominó por allá, un partido del Madrid o una ristra de chistes bien contados, atemperaban la tempestad, la rabia y la bilis, siempre caliente y húmeda, atascada en el fondo de su garganta, sobre todo, cuando se le venía a la cabeza la idea de volver a casa. El Divino estaba teniendo un mal día.
La Lola le había amargado la vida con sus llantos, sus lamentos y su facha de Dolorosa; siempre triste, siempre preocupada. Dando pena y pidiendo dinero para esto y para lo otro: que si la ropa de los niños, que si la luz, que si el agua; o si no, cuando se ponía a lloriquear por el butano, el alquiler, la comida, las medicinas y mil cosas más. Y ella sin trabajar, con el cuento de los niños; todo el día en casa, hablando por teléfono con su madre. Le había desgraciado la vida a él, al Divino. Y mira que podría haber tenido a la que hubiera querido. Todo el mundo lo decía.
Estos días, encima, no hace más que darle la turra con los regalos de Reyes para los mocosos, las gambas para la cena del 24 o cómo arreglarlo para que su madre pueda pasar la Nochevieja en casa. Si le hubiera tocado algo en la Lotería, pues mira, pero ni eso.
Se metió las manos en los bolsillos del chaquetón pensando en las oportunidades perdidas. Maldita sea mi estampa, murmuró.
-Feliz Navidad, Divino. Abrígate, que hace frío –dijo Paco, el dueño del Chispito.
-Hace un frío que pela, Paco –respondió el Divino, contemplando el vaho que exhalaba de su garganta-, sí que es verdad.
-Dale recuerdos a la Lola. Y felicítale las Fiestas de mi parte.
-De tu parte, Paco. Adiós.
A Paco siempre le ha gustado la Lola. Bien lo sabe el Divino. Se nota en cómo la mira. Siempre tratándola con tanto respeto y tanta tontería. Eso es lo que quisieras tú, piensa, que yo salude a la Lola de tu parte. Valiente desgraciado…
El Divino pateó una lata oxidada de Coca Cola, imaginándose a Paco dándole los buenos días a la Lola: «Buenos días, Lola, ¿cómo está usted? Está muy guapa hoy». Y la Lola sonriéndole, con su cara de pasmada y su hechura de pobrecita. Aunque le jode, entiende a Paco. Todavía está guapa, pero ya no es lo que era antes. La Lola brillaba como una mañana de romería. La más guapa de todas. Desde luego que lo era. Él no se hubiera acercado a una pajarita fea. Cuando llegó al barrio era una cría de dieciséis años, con todo en su sitio. Le costó trabajo engatusarla. Su madre la tenía bajo llave, no se la fueran a robar. Y eso es lo que hizo el Divino: robarla. Fue paciente, educado y atento, listo como un perdiguero. Pero, sobre todo, se ganó a la madre. Esa fue la clave. Al final para nada, porque fue la madre la que lo estropeó todo y puso a su hija en contra de él y le metió en la cabeza todas esas ideas del maltrato. Como si darle de vez en cuando a tu mujer fuera el fin del mundo. Si se lo merece, se lo merece. Y punto.
El Divino cerró los puños, caldeados ya dentro de los bolsillos, y bajó la cabeza para protegerse la cara del aire de diciembre, frío como el filo de una navaja.
La puerta estaba entreabierta. Una cólera agria le subió desde el estómago hasta el paladar, quemando todo a su paso. La Lola se iba a enterar; esta vez ni niños ni nada, como si estar con los niños en brazos fuera a evitar que le arreara. Pues no, señor. Faltaría más. No la iba a salvar ni la Navidad.
Le extrañó ver todas las luces apagadas. A la Lola le encantaban las Navidades y se enfangaba en la decoración de la casa desde el puente de la Constitución; se esmeraba en adornar el árbol y en adecentar un Belén digno de exhibirse en La Moncloa. Al Divino le hervía la sangre con tantas luces parpadeando y tanto villancico y tanto “Es por los niños”, por eso no le cuadraban el silencio ni la ausencia de luces. ¿Dónde se había metido la Lola?
Ya la imaginaba dormida en la habitación de los mocosos, abrazada al más pequeño. Seguro que ni siquiera había dejado nada de cena. Le iba a dar como nunca le había dado, eso estaba más que claro.
Encendió las luces de la salita y se asomó al balcón. Observó su barrio, vacío y triste, esperando ver la sombra de su mujer caminando por la acera con la cabeza gacha, muerta de frío, tirando de los niños, aterrorizada por la que le iba a caer encima.
Volvió a entrar y siguió recorriendo la casa. No había nadie en la habitación de los niños, ni en el dormitorio de matrimonio, ni en el baño. Tampoco había rastro de su familia en la cocina, tan solo una nota sobre la mesa, junto al frutero. El divino abrió el pedazo de papel doblado en cuatro y leyó:
“Tienes la cena en el frigorífico. Disfrútala. Es la última que te hago. Feliz Navidad, hijo de puta”.