CARTA AL DIRECTOR
Todos merecen sombra
En agosto este era el titular, para el mismo artículo. A finales de noviembre ya la sombra no es lo vital: lo son el techo impermeable y unas paredes firmes.
Si entonces hubo censura, incomodidad, o inconveniencia, espero que el nuevo intento de hoy abogue por la empatía, dadas las duras circunstancias para la agricultura en su campaña con más incertidumbres: se necesitan 100.000 trabajadores que, con el cierre de fronteras, resultan más fundamentales que nunca. Comencemos.
Me encantan la fruta y la verdura. Viviría a base de ellas. Las inculco a mis hijos, dentro del todo que una buenamadre tiene el deber de inculcar, incluido lo gastronómico. La España mediterránea y su dieta gourmet cautivan ahora, aunque aprendimos ayer los nacidos en comarcas agrícolas el esfuerzo de siembra, cultivo y recolección, en eras, silos, viñedos o bodegas. Hoy los alimentos crecen sin embargo en supermercados como piezas de museo en criogénesis pública. Somos felices e ignorantes más allá de la compra semanal on line y la oferta de frescos del día; del régimen vegano, del bioyoga y del masterchef ciegos. El mundo rural no existe para urbanitas habituales.
En el proceso que nos lleva al buen comer y bien vivir, los frutos con denominación de origen se tiñen del color de quienes no tienen a veces luz, agua, letrinas ni techo para subsistir, que son los temporeros que los recolectan. En pandemia ha nacido el miedo público a este principio, no porque se reconozca vergonzoso e inasumible–que lo es-, sino porque es amenaza covid extra. Incendiar es más fácil que lidiar con el virus, y “La Cabaña del Tío Tom” es pura anécdota comparada con los episodios nacionales desde Cataluña a Andalucía, y también campamentos internacionales como el de Moria en Lesbos, en los que por casualidad, han desaparecido carbonizados poblados infrahumanos dejando sin alternativa a sus moradores, como Adanes desnudos en los vergeles de las explotaciones de una tierra prometida de la que no son parte. Con el covid los pobres son más pobres aún, si cabe.
El mundo de la agricultura se define por su pragmatismo y sabiduría – más allá de la dependencia climatológica que todo lo hace multiplicar o morir-; es tan antiguo como el hambre y tan alejado de la voluptuosidad ideológica como que tenemos que alimentarnos a diario gobierne quien gobierne. Siempre hay campos por trabajar, cosechas que recolectar. Se necesita mano de obra y punto. ¿Tan imposible es garantizar contratos de trabajo y a la vez lugar de residencia digna a modo de alquiler o construcciones agrícolas? La pelota va de acá para allá procrastinando para mejor momento: comicios, debates eternos sobre inmigrantes y la procedencia o no de acogida, de normalización, resultados de encuestas electorales. El castillo de naipes se derrumba cuando las delicatessen implican una y otra vez irregularidad, gueto, enfermedad y precariedad imposibles de ocultar por motivos comerciales.
Con un plato de verduras a la brasa al calor de un buen vino todo se ve de otra forma, y admitamos que esos problemas tienen compleja solución porque requieren la atención extenuante del querer resolverlos desde todos los ángulos, y ahora eso no toca; toca confrontación, pseudofilosofía y reparto de competencias en puzle de imposible montaje. Si la necesidad es universal –comer-, los remedios también lo son y ya están inventados en otro tiempo o en otros lugares. Ceguera entonces. La punta del iceberg, esa que se ve, sigue siendo la dieta mediterránea y todos sus loggins, cookers, celebrities y mercados gourmet de ensaladas de aguacate, naranja, fresas y arándanos. La de la eterna salud y del crisol de culturas, la de la armonización de mente, emociones, cuerpo y espíritu, que no se sostiene así de contorsionada.
En las ofertas de empleo de esta campaña de otoño las empresas podrán facilitar el alojamiento a los trabajadores en función de sus necesidades y la disponibilidad de éstos, y así lo hacen saber. Que la empatía reine, y con ella la solidaridad de los que aprendimos con el gazpacho de aceite, tomates, pimiento, pepino y sal que, con pan y agua fresca de botijo, se majaba con mortero a la sombra de higuera, en plena campiña. Sin thermomix, minipimer, o badge cooking: con pañuelo a la cabeza a cuarenta grados al sol. El de mi abuelo.
Como él, todos merecemos sombra en agosto y techo seguro en invierno.
Miriam Dabrio Soldán