RETRATO FAMILIAR

La Seño Chari, faro de pequeñas almas

55 años como docente fueron más que suficientes para entrar en la familia de muchísimos onubenses que le confiaron sus niños, lo más preciado, y obtuvieron a cambio el impagable regalo de contemplar sus sonrisas de felicidad en su desarrollo. La fundadora de la Escuela Infantil Chari atesora en la memoria todos los rostros y nombres que colman su vida y tanto cariño incondicional le profesan.

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Rosario Mora Ortega (Huelva, 1938) tiene oficialmente cinco hijos y nueve nietos porque no caben en su libro de familia todos los niños y niñas de distintas generaciones que guardan parentesco con ella. Es un vínculo de amor y cariño profundo, acrecentado por recuerdos apegados a la emoción, bien anclados al corazón y siempre a flote. Se pueden arrinconar muchas vivencias, pero es imposible olvidarse de la ‘Seño’ que tanto te enseñó en tus primeros pasos, cuando el mundo circundante era tan sorprendentemente nuevo. Alma mater de la Escuela Infantil Chari, durante 55 años esta docente, madre y abuela de tantos ha sido un faro de pequeñas almas que en su inexperiencia apenas se atrevían a iniciar la travesía hacia el puerto de su identidad, la ruta para mostrar su propia luz. Si cada copa de árbol divisa lo que le permiten sus raíces y troncos, aquellos niños, hoy hombres y mujeres, son en parte lo que quisieron ser porque comenzaron a pergeñarlo junto a ella, siguiendo su invitación a aprender de un modo tan natural y feliz como la vida soñada.

La Seño Chari, faro de pequeñas almas

Todos somos inermes ante el tiempo, que parece inocuo en la expresión de su rostro. Quizás sea el efecto de sumar más personas que la quieren y admiran que años. No en vano forma parte de la familia de muchos onubenses. Nunca ha perdido la sonrisa y no porque a lo largo de su vida no haya tenido motivos para extraviarla. Más al contrario, la ha desplegado con más entusiasmo y valentía. Es por ello que afirma que es “una superviviente“ que tiene “una vida larga y llena”. Si 22 veces habitó un quirófano, muchas más dio cobijo a la vitalidad en sus entrañas. Es sin duda una persona reconociblemente especial, de esas realmente auténticas, que te abrigan con su calidad humana y un inabarcable corazón al que ves el principio pero no el final. Ante ella todo es fácil. Es la voz de la experiencia y se trata de escuchar, conversar y aprender.

Practica una activa vida contemplativa y reflexiva. A sus 81 años es un ejemplo de fortaleza y voluntad. Está orgullosa de sus hijos y nietos, usa Facebook, escribe, lee y filosofa con quien le visite con sus inigualables dotes de excelente conversadora. Conserva firme y modulada una inconfundible voz y las palabras fluyen en ella con más facilidad que el aire en su aliento. “No me vuelvo vieja porque tengo mucha memoria”, avisa y lo demuestra apabullantemente. Posee una mente lúcida que se refleja en su mirada y en incontables recuerdos que puede narrar como si hubieran pasado hace un momento. Su forma de contar las cosas te envuelve, pues rezuma calidez, bondad e inteligencia. Transmite paz y sosiego, inspira confianza, te embelesa y cautiva, como una música de bendita nostalgia.

Ante ella es inevitable volver a ser un niño, reconectar con esa parte de nosotros que aún late en la semilla, en la raíz sobre la que erigimos una personalidad. Tan sólo con que te llame por tu nombre ya te cala, rescatando el eco de las innumerables veces en las que lo hizo en un pasado que parece justamente ayer, rebotando en las paredes de aquel refugio de armonía y juegos ¿Cuántos niños en tantos años recibieron sus cuidados, cuántos la siguieron de la mano y la obedecieron con más atención que a sus propias madres? Cada uno tiene su historia y Chari las recuerda con todo lujo de detalles.

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A ritmo de entusiasmo ante la adversidad se escribe la propia. Una niña de la posguerra que no pasó hambre, con madre modista y padre panadero, que quiso ser tantas cosas y fue de esas pocas mujeres pioneras que empezaron a estudiar y que además emprendió. Tras 9 años como profesora del Colegio Molière dio vida a la Escuela Infantil Chari, que se convirtió en una institución de referencia. Inauguró el centro en el curso 1981-82 en la calle San José 41 junto con su mano derecha, Pepi. Al bagaje de su experiencia sumó su ilusión, un desalentador diagnóstico de cáncer y la confianza en su Dios protector para seguir adelante. A pesar de lo que le decía su marido, Manolo, siempre presente en sus remembranzas, tuvo claro que “esto no es un negocio ni un almacén, es una casa para niños”.

Asegura que era “muy bonito y gratificante” cuando los pequeños le decían mamá y que lo que más satisfacción le produce en tantos años de docencia es que “los alumnos que pasaron por mis manos se acuerden de su seño”. Acordarse es poco para describir la maraña de sentimientos hacia ella que cada uno custodia. Comenzó en la escuela con 34 niños y 25 eran hijos de antiguos alumnos que habían hecho párvulos con ella en el Colegio Francés y al crecer le confiaron lo más querido. Precisamente cuando se cumplió el centenario de este centro, hizo un comentario a una foto publicada en Facebook y alguien le contestó rápidamente: “Seño Chari, quien me enseñó a leer reír y cantar. No llevo a mis hijas a ningún lado que no sea con mi Seño Chari”.

Le llenó mucho “trabajar con niños con problemas y ayudarles a salir de ellos”. Lo ejemplifica con un pequeño que llegó sin hablar y al que cuando comía, cada dos cucharadas, se quedaba como petrificado con la boca abierta para luego volver en si.  “Al año siguiente de estar con nosotros empezó a hablar algo y a interactuar con otros niños. Recuerdo que un día, mientras compraba, vino un niño de unos ocho años corriendo y se abrazó a mí, me cogió las manos y me dijo Chari ayer fui a la playa y me comí un helado. Se me ponen los pelos de punta al recordarlo porque no era capaz de encadenar una frase. Para mí fue tremendo”.

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Detallan que el centro continúa “con la filosofía de la fundadora” y que defienden el modelo de Escuela Infantil de 0 a 6 años, ya que piensan que es “el que mejor responde a las características y necesidades de los niños y niñas de esta etapa”. Buscan ante todo, que el alumnado “sea feliz y disfrute de su aprendizaje día a día. El proceso de enseñanza-aprendizaje se base en las actividades propias de su edad, que juegue, manipule, experimente, se sienta querido y protegido y siempre respetando las individualidades de cada uno”. En este proceso la relación con las familias tiene una “gran importancia, constituyendo una continua y recíproca fuente de comunicación y ayuda”. Ahora que se aproximan la fecha para la escolarización invitan a conocer un centro que además de todo “se encuentra en un entorno natural privilegiado”.

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Chari tiene más que comprobado que los padres “piden seguridad y tener paz de espíritu en su trabajo, saber que sus hijos están con buenas profesionales que le dan cariño y atención, que le digas observa al niño esta noche que no está como todos los días y puede caer malo o está tristón… Se busca que tu hijo sea único, que no haya masificaciones y siempre tuve claro que con muchos niños no puedes dar calidad”. Apunta que pensando en ellos también “siempre hemos sido una casa de puertas abiertas para los padres, que podían entrar en cualquier momento en las clases y el comedor“.

Sus métodos tienen algo “de varios sitios y un aporte personal”, siguiendo La Escuela Nueva, los estadíos de Piaget, el método Montessori y unas pinceladas de Kovac. Sostiene que “el niño es una esponjita. El cerebro está conectado con circuitos eléctricos y si no estimulas las neuronas no se desarrollan. De nacimiento a los 7 años se están estimulando y en ese periodo se trata de hacer una despensa grande, porque luego no crece pero se enriquece sola”. En un congreso en Vitoria, aprendió que hay que estimular a los niños con la música porque estimulaba las células y hacía al cerebro más capaz para la matemática y la física. “Manolo, qué bien lo hemos hecho con nuestros hijos sin saberlo”, recordaba entonces conversando con su marido.

Su salón, donde hoy las fotos son el asidero de la puerta hacia buenos momentos y mejores personas con las que se compartió y comparte el tiempo, era un campo abierto a la imaginación y al desarrollo de inquietudes de los suyos, donde sonaban instrumentos y circulaban “carricoches, pelotas, scalextric…”. Y es que “los niños tienen que estar donde estar los padres, no tener una habitación de juegos para ellos. La casa es para vivirla. Yo era muy criticada pero me daba igual”, resalta.

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En esta línea, asegura que “no he castigado nunca ni a mis hijos ni mis niños. Al niño se le para y se le razona, se le aparta un momento del grupo y se le hace pensar. Sabe perfectamente por qué miente, por vergüenza, por haberlo hecho mal o por temor al castigo. Se aísla a un niño cuando la conducta es agresiva, pero hay que hacerle razonar”. Recuerda que “llevábamos a la nave de Ulises, personaje de dibujos animados, al que no se portaba bien y le decíamos, no te puedes mover, te atamos con la cuerda roja y no te puedes mover. ¿A qué no te has sentido bien? A los pocos minutos lo entendía. Como hay madres para todo, un día vino una a decirnos que le diéramos esa cuerda roja, pero no existía, era imaginaria aunque cumplía su función”.  

Allí imperaba una libertad ordenada. “En la escuela nadie tenía su sitio. Los niños no tienen que estar sentados y pegados. Están en edad de moverse. Yo puse una alfombra y colchonetas y había niños que hacía la ficha en el suelo”. También aclara que en la etapa infantil “desarrollas el lenguaje y la comunicación y ellos tiene que interactuar, no estar callados. Otra cosa es gritar“. Les enseñaba la diferencia y otra madre le decía que su hijo no quería ir al colegio tras dejar Chari al crecer porque “no le gusta su seño. Es una ordinaria que grita”.

Para ella un maestro debe tener “muchas virtudes“ y además de una cualificación cognitiva, atesorar “valores humanos, rectitud, paciencia, tolerancia, amabilidad dulzura y entrega”. Ella no se considera ni mucho menos perfecta y reconoce que hoy por hoy no está “conforme con muchos que se dedican a dar clases”. Expone que cada niño tiene una personalidad a desarrollar en unas reglas sociales y por ello “cada individuo es único y sin anular su personalidad deben adquirir conductas”. Opina que hay que llegar al alumno “de una forma individualizada y ayudar a conseguirlo a todos”, enfocando cada clase hacia los menos dotados. “No es mejor maestro el que mas sabe sino el que mejor enseña a aprender. En el circo cuando los animales no aprenden es culpa del domador y en el colegio siempre se culpa a los alumnos”, sentencia y apunta que “cuanto más sepa del cerebro mejor educador será”.

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Muy importante es también cómo se enseña la lectura, que necesariamente “tiene que llegar por lo que se conoce, no por lo abstracto, no por las sílabas. Hay que hacer que lo capte mentalmente, que relacione y razone. No es leer ‘ca-sa’, sino que asocie y la dibuje mentalmente”. Es por ello que establecía diálogos con los niños sobre cómo era esa casa.

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Es fascinante su poder descriptivo, construido “con frases cortas”, se autoimpone, como le enseñaron. Agradece su “mucha suerte” por tener unos padres que la hicieron “feliz”, unos “empresarios y currantes” de los que aprendió muchísimo. Le transmitieron valores como “la dignidad del trabajo, ser humilde pero que nadie nos pisara. Coger el toro por los cuernos y afrontar los problemas sin hundirse…”.

Aunque se le “nubla el alma y me acongojo al mirar hacia atrás” traslada al presente imágenes y recuerdos sorprendentemente vívidos, como la cristalera de colores de su casa en la calle San José cuando tenía tres años y nació su hermana Pepa o la mudanza andando hasta el Paseo Independencia. En la Avenida Alemania veía los trenes que iban a la Sierra y el río, que llegaba hasta el Paseo de las Palmeras. También hay por ahí unas Colombinas de los años 50, con bailes en un barco de guerra, en el que las señoritas se presentaban en sociedad con trajes noche.

Se confeccionaban en el taller de modista de su madre, con 45 oficialas, donde se hacían también abrigos “en un día y una noche”.  Su madre trabajaba afanosamente y rezaba novenas a los santos para que acabara el racionamiento, con cuyas cartillas muchos hacían cola en la panadería en la calle La Palma de su padre, que no participó de un estraperlo que podría haberle hecho “muy rico”.

Chari pudo dar nombre a una tienda de artesanía o un restaurante, pero se lo dio a su escuela. Confiesa que “se llamaba Chari en contra de mi voluntad. Pero Manolo insistió. A todo le llamaba Chari, hasta al barco de recreo. Es un protagonismo que no iba con mi firma de ser. Tras 55 años en la enseñanza si lo hice bien o mal lo valorarán los demás. Yo procuré darlo todo”.

Sus últimos capítulos son de 2016, donde asegura que “la tinta de la memoria de mi ordenador está muy gastada, como el ticket de un supermercado”. Hace balance y se queda a con lo esencial. “He sido muy feliz y el colegio me ha dado muchas satisfacciones. Quiero a mi familia con todo el corazón y les pido que sean buenos y se protejan los unos a los otros. Hay que sonreír y vivir, hacer el bien”.

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Para la familia Tejada Rodríguez la escuela contó siempre con las mejores profesionales, formando así “una gran familia donde la educación impartida iba acompañada de ilusión, amor, valores, felicidad y amistad. Nuestra experiencias fue inolvidable y mis niños podrán decir orgullosos yo estudié en la E.I. Chari. Gracias por todo a cambio de nada”.

Los hijos de Chari García, Elena y Jesús, de 19 y 17 años, fueron alumnos y a ella esta etapa le trae “recuerdos de melancolía, años que no volverán, pero de gran satisfacción por haber tomado en su día la mejor decisión para la educación de mis hijos: la de elegir como centro para ellos a ‘la guarde de Chari’, como la llamaban mis hijos”. Opina que Chari supo crear un centro donde “todos íbamos de la mano: familia, niños, dirección, y todos sus trabajadores. Nunca olvido que la educación de un niño no se trata solo de conocimientos, sino de valores humanos y de que los niños además, disfrutaran con ello”. Al respecto señala que sus hijos recuerdan “sus recreos en el patio chico, cómo cultivaban el huerto, la Cruz de Mayo o las estupendas fiestas de fin de curso”. Agregó que Chari mostraba “un carácter sosegado, pero siempre alerta”. Ponía “mucha dedicación y cercanía” y las puertas de su despacho “siempre estaban abiertas”. Hoy por hoy considera “grato” ver que existe “el mismo espíritu de trabajo y compromiso educativo”.

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Raquel González Leandro recuerda como una “experiencia fantástica y extraordinaria” la etapa infantil de su hijo, de once años, que “sigue recordando y pidiéndome que lo lleve a su Cole Chari a ver a sus seños”.  Explica que buscaba “un centro donde trataran a mi hijo igual o mejor que yo, que les dejaba a mi mejor tesoro. No me equivoqué y mi niño fue feliz y recibía un trato espectacular. Se acuerda mucho de sus seños Josefi, Pilar y María Ángeles. Me pedía ir al cole hasta con fiebre. Yo lo sentí como una familia y no como un colegio”.

Ana Barranco Rosa recuerda que buscó durante días el lugar ideal para que cuidaran a su hija y que se disiparon sus “dudas y miedo” al pisar la Escuela Infantil Chari, que era lo que buscaba: “amplia, con mucho sol, con gran patio, con comedor y con buenos profesionales”. Le impresionó y allí estuvo su primera hija y la segunda, que aprendían “con menos alumnos que cualquier colegio, un privilegio”. Sabía que estaban “en muy buenas manos”, lo que comprobó “viendo sus caras de felicidad”. Al recogerlas cada a día “no querían irse”. “Es una de las mejores etapas de mis hijas y allí conocieron a los que hoy son sus mejores amigos”, asegura. “A la Escuela Infantil Chari les debo nuestra tranquilidad a la hora de dejarlas mientras nosotros trabajamos, el amor tan grande que les transmitían, el aprendizaje y cómo que las cuidaban y mimaban con el mismo cariño que si fueran sus propios hijos”.

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Vanesa Zambrano, que actualmente tiene dos niños en el centro, resalta que aquí “prima la felicidad y bienestar del menor, educan en valores de una forma más personalizada, ya que son clases más reducidas. Siguen una metodología adaptada al menor y eso es de agradecer porque son niños, no son un número o un apellido dentro de la totalidad de una clase”. El entorno “me enamoró, esos patios donde pueden jugar libremente, el huerto, las instalaciones adaptadas a ellos y su cocina propia”. Pero lo mejor de todo es “la calidad humana y profesional del cuerpo docente. Les gustan lo que hacen y eso se traspasa a nuestros pequeños que no quieren marcharse de su cole. Son felices allí”.

Éstas y otras opiniones forman un mosaico de voces que suenan a verdadero homenaje, al más valioso y esencial, sin pompa ni boato. Son parte de las muchísimas almas devolviendo su luz al faro, aún guía para todos. Los homenajes desplegados en vida siempre serán los mejores porque rejuvenecen y con una vida como la suya, lo merecido en su caso cobra una dimensión tan inmensa que tendría que volver a cruzar la puerta de su escuela infantil de la mano de los suyos siendo una niña.

Hace tiempo que Chari no escribe y quizás al leer estas líneas se anime a retomar sus memorias porque tenga algo interesante que plasmar.

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